Editorial
El País, Madrid
Julio 7 de 2009
El acuerdo preliminar entre Estados Unidos y Rusia para reducir en siete años alrededor de un tercio sus arsenales nucleares estratégicos, mediante un tratado que reemplace al de 1991 y que debería estar listo en diciembre, es un alentador indicio de deshielo, más allá de lo doctrinal, entre las superpotencias. Los resultados de la primera cumbre de Barack Obama con Dmitri Medvédev, que han dejado en el aire un puñado de temas importantes en las relaciones bilaterales, deben calibrarse aceptando previamente las expectativas limitadas de un encuentro en el que ambos nuevos presidentes se habían propuesto avanzar dejando atrás la mentalidad de guerra fría.
Washington ha conseguido fijar un techo aritmético a la reducción tanto de cabezas atómicas como de vehículos portadores, algo a lo que Moscú era renuente. El Kremlin obtiene de la cumbre su explícita consideración como superpotencia por parte de un Obama que no sólo proclama que la asociación entre ambos países debe estar basada en la igualdad, sino que necesita imperativamente de la cooperación rusa para afrontar desafíos tan cruciales como Irán, Corea del Norte o Afganistán, guerra ésta en la que ha obtenido permiso para abastecer a sus combatientes cruzando el cielo ruso. La agenda antiproliferación de Obama, especialmente relevante en los casos de Teherán y Pyongyang, sale reforzada de la cumbre. Difícilmente Washington y Moscú pueden proponerse como ejemplo de contención si no tratan de manera más racional sus propios arsenales.
Aunque no se haya hablado de ello formalmente, el compromiso de Moscú va a depender de la decisión final que Obama adopte sobre el escudo antimisiles que EE UU pretende instalar en Polonia y la República Checa, y que Rusia considera inaceptable. La discusión sobre este tema, que podía descarrilar la cumbre, se ha dejado de lado, pero el Kremlin no firmará un tratado estratégico si Washington ignora sus puntos de vista sobre el manto anticohetes.
Obama no ha ido a Rusia a dar lecciones magistrales, aunque en su mensaje de ayer a los estudiantes propusiera una sociedad más abierta y respetuosa con la ley, sino a pasar página e intentar que su rival histórico se comprometa ahora con objetivos comunes. Más allá de las grandes palabras, los rusos siguen percibiendo como una amenaza la expansión de la OTAN y como una abierta injerencia la toma de partido por Washington en temas como Georgia o Ucrania. Ni Estados Unidos ni Rusia pueden permitirse volver a algo parecido a la guerra fría, pero Moscú necesita más que Washington un nuevo tratado nuclear. No sólo porque su arsenal estratégico es más viejo, sino porque la recesión hace especialmente penoso para el Kremlin, por fogoso que se muestre Vladímir Putin, meterse en otra carrera armamentista con EE UU. Como primer paso de un largo camino, el compromiso moscovita es bienvenido.
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