GEES, Madrid
2 de Julio de 2009
Ha pasado siglo y medio desde que Alexis de Tocqueville exhalara su último aliento. Desde entonces, mucho ha cambiado en los países de la América que él visitó y de la que nos dejó bellas descripciones y valiosas enseñanzas en su obra “La democracia en América”. A pesar de que EE.UU. ha sabido mantenerse como una de las democracias de mayores libertades y seguridades institucionales, algunos de los países del sur han sido vilmente consumidos por las plagas socialistas y populistas.
En estas horas de periódicos todavía calientes e informaciones en cascada, Honduras se juega su futuro ante un proceso confuso que ha hecho reaccionar al mundo con diversas condenas, tajantes y encendidas, del supuesto golpe militar que ha derribado a Manuel Zelaya del púlpito de Tegucigalpa. Y es que a medida que llegaban las noticias que surcaban el Atlántico, me preguntaba si Alexis de Tocqueville hubiera condenado la destitución de quien pretendía reformar la Constitución, o redactar una nueva, ignorando los cauces establecidos por el ordenamiento jurídico de aquel polvorín ardiente, con el objetivo de perpetuarse en el Gobierno sin otros límites que los de su cómplice conciencia.
Escribió nuestro jurista y político francés que «depende de las naciones que la igualdad lleve a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria». Resulta esclarecedor que la realidad de aquellos países que han sido alcanzados por los dardos comunistas, curiosamente amigos del deportado Manuel Zelaya, pueda ser definida sin faltar a la verdad con las palabras del mismo Tocqueville: servidumbre, barbarie y miseria. En oposición a las condiciones de vida de las democracias occidentales: libertad, luces y prosperidad. Y es en esta distinción que él mismo hace donde tenemos que preguntarnos si que las Fuerzas Armadas de Honduras hayan intervenido para pararle los pies a un dictador en ciernes es una actitud reprobable o, por el contrario, una respuesta legítima a unas agresiones intolerables de Manuel Zelaya.
En primer término, y dado que el Tribunal Supremo Electoral, la Corte Suprema, la Fiscalía General, el Congreso y la procuraduría general calificaron de ilegal su próxima reforma constitucional, no cabe la más mínima duda de que la actitud de Manuel Zelaya no se ajusta a la legislación de un país al que trataba de arrodillar y al que ha pedido indecentemente, una vez detenido, que «resistiera pacíficamente el Golpe de Estado» y «defendiera su democracia». Si el Gobierno elegido en las urnas decide dar una zancada y ningunear a las instituciones celadoras de la Constitución, los mecanismos de la democracia deben procurar ponerle freno para que los resultados no terminen derribando las murallas de la libertad. Sería lo contrario a la actitud del Tribunal Constitucional español en decisiones como la del sectario Estatuto de Cataluña o la del beneplácito para que Iniciativa Internacionalista pudiera presentarse a las Elecciones Europeas.
En segundo término, dado que el objetivo únicamente es mantener el orden constitucional y que no se han producido apenas disturbios ni ningún tipo de crimen por parte de las Fuerzas Armadas, no existe ningún argumento para afirmar que se trate de un Golpe de Estado, como recogen las sentencias judiciales, varios periódicos de Honduras y las mismas voces de una mayoría del Congreso. Aun así, la Unión Europea, los Estados Unidos, los países socialistas compañeros de lucha de Manuel Zelaya, nuestro Congreso de los Diputados y varios organismos internaciones han calificado de Golpe de Estado lo que en apariencia no es más que la defensa de la institucionalidad hondureña de los ataques furibundos de un déspota. Ejemplo de ello es que se han seguido escrupulosamente los cauces constitucionales y ha sido nombrado sustituto el mismo Presidente del Congreso.
Y por último, como ya es habitual, Chávez y Morales han aprovechado la coyuntura para lanzar sus amenazas sobre quienes le han cortado las alas a su rápido aprendiz, afirmando que están dispuestos a intervenir militarmente en Honduras y destituir al presidente interino. ¿Llegarán también las condenas feroces contra lo que sí supone una actitud ilegal en el marco del Derecho Internacional?
Alexis de Tocqueville, desde luego, ya habría condenado hace tiempo la peligrosa deriva de Manuel Zelaya y hoy, muy probablemente, no se hubiera unido a las voces internacionales sin esperar, al menos, a comprobar si realmente se trataba de un Golpe de Estado, que no lo ha sido nunca.
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