domingo, 5 de julio de 2009

Alianza antidroga de largo aliento

Editorial

El Nuevo Siglo, Bogotá

Julio 3 de 2009


En un país que como Colombia lleva años exigiéndole a la comunidad internacional corresponsabilidad en la lucha contra el narcotráfico, no sólo en materia de disminución del consumo de estupefacientes sino en cuanto a la colaboración para sufragar un esfuerzo estatal que ha tenido un alto costo en materia de vidas, presupuesto y progreso económico, la noticia de que Bogotá y Washington están a punto de firmar un nuevo acuerdo marco de cooperación militar antidrogas no debe generar mayor polémica. Todo lo contrario, la firma de ese pacto despeja los temores en torno del impacto que las diferencias coyunturales, ya sean de fondo o superficiales, entre los gobiernos de turno pudieran tener en una política que debe ser de Estado y largo aliento en ambas naciones. Tiempo atrás voces de alerta se lanzaron en Bogotá por los recortes del aporte norteamericano al Plan Colombia y las ópticas distintas que los gobiernos saliente de Bush y el entrante de Obama tenían sobre cómo atacar el problema de la drogadicción. Por eso, antes de que empiecen a surgir discursos trasnochados de entreguismo e imperialismo y ahistóricas concepciones sobre lo que es e implica la soberanía, es bueno recalcar una premisa sencilla y contundente: Colombia, pese a los avances, aún lidera la producción de cocaína, y Estados Unidos no ha dejado de ser el principal mercado para estupefacientes en todo el planeta. Así las cosas, la alianza antidroga no sólo es necesaria sino obligatoria, y por lo mismo debe estar enmarcada en un acuerdo formal a largo plazo, que no deje el tema de las ayudas económicas, logísticas y militares al vaivén de las coyunturas políticas y electorales en Bogotá y Washington. Qué tal, por ejemplo, que el mayor o menor compromiso en la represión del tráfico de estupefacientes dependiera de posturas puntuales, como aquella de que a Obama no le suenan las segundas reelecciones, una de las cuales se está tramitando en Colombia.


En segundo lugar, desde hace muchos meses era claro que Estados Unidos buscaría trasladar a Colombia parte de las funciones de interdicción contra el narcotráfico que estaba cumpliendo la base de Manta, al norte de Ecuador, después de que el gobierno Correa decidió no prorrogar su funcionamiento. Y dicho cambio favorece al país, pues está visto que las diferencias políticas, ideológicas y diplomáticas con Quito y Caracas, han impedido consolidar la iniciativa antidroga andina y, en ese marco, cada nación debe priorizar su lucha interna contra carteles, cultivos ilícitos, tráfico de precursores químicos y otros fenómenos delincuenciales derivados. Incluso, dado que cada día es más evidente que la guerrilla y los grupos paras sobrevivientes operan como verdaderos carteles, desde la producción, refinamiento y exportación de los alcaloides, urge concentrarse en bloquear sus rutas de aprovisionamiento y tráfico, sobre todo en fronteras terrestres, marítimas y aéreas tan extensas y permeables como las colombianas. Hablar hoy de poner una línea divisoria entre la lucha contra el narcotráfico y la desactivación de grupos armados ilegales resulta difícil en teoría y más aún en la práctica del día a día. Y prueba de ello es la forma en que se han desarrollado operaciones militares colombianas con la colaboración tecnológica y logística de E.U. en el sureste del país.


Ahora bien, negociar un acuerdo de esta naturaleza, y menos a un plazo de diez años, no es sencillo, y menos si contempla distribuir las operaciones aéreas de alta complejidad de personal militar y de contratistas -al parecer no superior a 300 personas- en las cinco principales bases castrenses de nuestro país. El tema de la inmunidad al personal estadounidense, para que no sean procesados en Colombia por delitos cometidos en el país, es espinoso pero ya Bogotá, con ocasión de las salvedades al Estatuto de Roma, aceptó blindar judicialmente a esos escasos cientos de norteamericanos. Lo que debe establecerse claramente es mecanismos efectivos y medibles para evitar la impunidad así como garantizar la reparación real a los afectados. Allí no puede haber vacío ni flexibilidad alguna. Más complicado sí puede ser lo relativo a la autonomía de las operaciones estadounidenses, pues hay límites constitucionales y legales impasables. Se trata de un acuerdo de cooperación y coordinación binacional, mas no de autorización a actuaciones unilaterales de tropas externas y menos de carácter ofensivo. Por igual, deben crearse sistemas de revisión periódica de compromisos bilaterales y de corrección de anomalías detectadas. En otras palabras, el convenio no puede ser una camisa de fuerza ni irrenunciable al cien por ciento. Entendido que se trata de asuntos de seguridad nacional es claro que el debate público tiene ciertas restricciones pero sería aconsejable que el gobierno Uribe lo ambiente previamente con el Congreso, la Fiscalía y las altas cortes judiciales.

No hay comentarios: