Por Vicente Torrijos
El Nuevo Siglo, Bogotá
Julio 7 de 2009
Hay un agorero y nigromante en el País Vasco que nos permite aprender mucho sobre la forma en que no se debe manejar un conflicto intraestatal e irregular donde el adversario es una organización armada, ilegal y con predilección por el terrorismo.
Se trata de Alfonso Sastre, un octogenario dramaturgo que saca fuerzas de su turbio pasado como agitador y promotor de la violencia para seguir fomentando en Euskadi el odio entre los vascos y el resto de España basándose en un discurso nacionalista recalcitrante de corte marxista-leninista y, por supuesto, afín a la banda terrorista ETA, una banda que por allá tiene tantos políticos simpatizantes como las Farc por estos lares.
Ese dramaturgo, ensalzado por sus cortesanos como el más refinado exponente de las letras vascas, ha sido ungido como conductor de un grupillo político llamado ‘Iniciativa Internacionalista’, un eufemismo bajo el que allí, como aquí, se amparan los tentáculos políticos del terrorismo.
Haciendo gala enfermiza del género literario que él ha explotado con intensidad tanto en la teoría como en la práctica, Sastre publicó una columna en el diario Gara (ese que siempre publica lo que a ETA se le antoja), una columna, digo, titulada La Prosa y la Política, sólo unas horas después de que la banda hubiera volado en mil pedazos al inspector de policía Eduardo Puelles, a cuya esposa los radicales no le han podido extraer “ni una sola lágrima”, como ella misma dijo.
En esa amenazante columna, Sastre les advierte a los españoles que les aguardan “años de mucho dolor” si se niegan a dialogar con ETA porque, según su torticera visión de la realidad, el conflicto “sólo podrá resolverse” en términos políticos y mediante una negociación.
El Alzheimer ideológico de Sastre, que ya es pandemia, ha recibido, en todo caso, una contundente respuesta por parte del gobierno vasco que ya no es nacionalista, sino socialista y conservador, y que, con toda valentía y arrojo les ha dicho las verdades a los pro-etarras y al mundo.
Primero, nada de diálogos. Segundo, deslegitimación social absoluta de la violencia política. Tercero, máxima coordinación policial y judicial para no dar respiro a los violentos. Cuarto, ninguna concesión al terrorismo, es decir, la exigencia contundente de que la banda debe entregar las armas y someterse al Estado. Y quinto, ninguna tolerancia con los cómplices políticos, empezando por ilegalizar a todos aquellos grupúsculos que desde las calles, o en el Parlamento, se dedican a hacer apología del terror escudándose, claro está, en una candorosa y afectuosa... gestión humanitaria.
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