domingo, 12 de julio de 2009

Honduras y el suicidio de las instituciones internacionales

Por Oscar Elía Mañú

Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), Madrid

10 de Julio de 2009

Más allá de las apariencias, lo ocurrido en Honduras sólo puede ser calificado de golpe desde el despiste o el fanatismo progresista. Ni en su origen, ni en su desarrollo, ni en su conclusión puede hablarse de golpe de Estado. Sin embargo, buena parte del mundo lo entendió así, al menos por dos factores. En primer lugar, por la poco edificante escena de los militares sacando de la cama de madrugada al presidente, montándolo en un avión y enviándolo a Costra Rica; era demasiado para las sociedades occidentales, sumergidas en plena cultura postmilitar y pacifista. En segundo lugar, la rápida y eficaz propaganda chavista e izquierdista, recogida con algarabía por los medios progresistas europeos y americanos, hizo el resto, magnificando los hechos y elevando a sangriento golpe militar lo que, de hecho era una actuación amparada por las instituciones democráticas.

El asunto era bien distinto, y las cosas se aclaran conforme se saben más detalles. Zelaya preparaba en Honduras la destrucción del régimen constitucional tal y como lo habían ensayado y llevado a Cabo Chávez o Morales: con una acción combinada entre las reformas legales, primero; la agitación callejera, después; y la presión diplomático-militar del monstruo chavista, en tercer lugar. Combinación de erosión de las instituciones democráticas, violencia en varios niveles, y cobertura totalitaria del exterior que podría haber dado resultado.

Pero fallaron dos cosas. En primer lugar, la democracia hondureña, el equilibrio de poderes y las instituciones, son bastante más sólidas que lo esperado. El Poder Judicial, el Congreso, incluso su propio partido, se opusieron en bloque al punch de Zelaya y Chávez, frenándoles. En segundo lugar, la fortaleza de los chavistas en la calle dejaba mucho que desear: fueron incapaces de movilizarse antes, y apenas han movilizado a unos miles de partidarios, eso sí, agresivos, después. Por el contrario, las manifestaciones de apoyo a las instituciones democráticas han superado con mucho a los partidarios del eje chavista, derrotándolos –al menos por ahora- en la calle.

Con la sociedad detrás, las instituciones hondureñas resisten el chantaje de Zelaya y Chávez: han frenado a éste, y se mantienen unidas y con un discurso cívicamente ejemplar, que busca además rebajar la tensión en las instituciones internacionales. Y éste es el gran problema: el efecto que esta crisis ha tenido en la legitimidad y razón de ser de las distintas instituciones internacionales, de la Unión Europea a la Organización de Estados Americanos (OEA) o las propias Naciones Unidas.

Fue precisamente la ONU la que en 1945 marcó las directrices de las instituciones que vinieron después: respeto a la paz, a la democracia, a la cooperación internacional. A partir de ella, las demás organizaciones internacionales se fundaron sobre los mismos principios. Desde entonces, las dictaduras que en el mundo han sido y son las han usado para sus propios fines –represores en el interior, expansionistas en el exterior-, pervirtiéndolas hasta el límite. Bien es cierto que las democracias tampoco han eludido usarlas para su interés: durante la Guerra Fría, la ONU se convirtió en un campo de batalla más entre el campo de la libertad y el universo concentracionario soviético.

Pero al menos, las democracias sabían qué estaba en juego y qué no, y la maestría de la diplomacia de los regímenes despóticos solía encontrar, de una manera u otra, oposición dentro de estas instituciones. Si bien éstas nunca cumplían su objetivo de hacer un mundo más libre y democrático, al menos solían ser el límite ante el que chocaban los intereses de los países totalitarios. Éstos, al menos, guardaban las formas, eludían la agresión directa a los principios democráticos que las guiaban, y encontraban en ellas un problema que les impedía actuar más despóticamente.

¿Ha cambiado algo en ellas tras la crisis hondureña? Desgraciadamente, todo parece indicar que sí. El pulso entre Zelaya y las legítimas instituciones democráticas de Honduras es, en el fondo, el pulso entre democracia y totalitarismo: un sistema constitucional débil y vulnerable, por un lado; una ideología pavorosa, sostenida a medias entre las bufonadas y los petrodólares de Chávez, por otro. Trasladada la crisis a las instituciones internacionales y las democracias occidentales, éstas han reaccionado de la peor manera. Observar a políticos, diplomáticos e intelectuales fiscalizar a la acosada democracia hondureña, afearle la conducta, exigirle un comportamiento impoluto, mientras obviaban las llamadas de Zelaya a la desestabilización o las amenazas directas, brutales de Hugo Chávez hablando de invasión y de baño de sangre resulta descorazonador.

Porque lo peor de lo ocurrido en Honduras es constatar como las democracias occidentales son más proclives a escandalizarse ante los fallos democráticos que ante el salvajismo totalitario. Esto es lo problemático: las instituciones internacionales, gracias a la opinión pública occidental, se están convirtiendo en un arma de los déspotas del mundo: Mientras en Irán se desconoce el número de muertos en la represión de los ayatolás, y mientras éstos ejecutan a veinte narcotraficantes, el mundo occidental se lleva las manos a la cabeza por la muerte de un manifestante en Tegucigalpa, cuando simpatizantes de Zelaya atacaban a la policía que prohibía la entrada al aeropuerto. Esta doble sensibilidad, implacable con las democracias, tolerante con los despotismos, es la conclusión de lo ocurrido durante la última semana.

Por desidia, por desinterés, por apaciguamiento o por todo a la vez, la llamada “comunidad internacional” se ha puesto del lado del despotismo, cruzando una línea que hasta ahora no se había cruzado. Se empieza a considerar normales a regímenes monstruosos, que no sólo no rinden cuentas en las instituciones internacionales sino que las abanderan en la lucha contra las democracias. Y por el contrario, se empieza a considerar a las democracias más débiles regímenes anormales, hacia los que dirigir todas las críticas de la mano de regímenes monstruosos. Por suerte, Honduras resiste aún, pero ¿resistirán las instituciones internacionales una conducta suicida?

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