Ernesto Yamhure
El Espectador, Bogotá
Diciembre 31 de 2009
Tuve como propósito para este año tratar de comprender a los frenéticos antiuribistas. Su furia apasionada contra el Presidente de la República y todo lo que signifique el Gobierno de la seguridad democrática, es un fenómeno que merece algo de estudio.
Intenté ponerme en el lugar de uno de los tantos columnistas que semanalmente escupen su odio biliar contra Álvaro Uribe, a quien ven como si fuera el mismísimo demonio. Su cotidianidad debe ser aburridísima y para demostrarlo me di a la tarea de elaborar un “cronograma del buen antiuribista”.
La primera tarea del día consiste en un repaso detenido de la página de internet de la Presidencia de la República. Clic en la sección de los decretos, luego en la agenda del día del Primer Mandatario, para finalmente revisar una por una y con lupa las hojas de vida de los aspirantes a ocupar cargos públicos. Entre cada sección, el energúmeno tiene que soportar las fotografías de un Presidente que participa diariamente en más de cuatro actividades. Inauguraciones, convenciones, visitas a las poblaciones y, claro, reuniones permanentes con su equipo de Gobierno.
Cumplida la visita a presidencia.gov.co el antiuribista se regodea leyendo las columnas en las que despotrican del Gobernante. Claro, hay que estar afilado como un cuchillo de carnicero y qué mejor piedra de amolar que una buena dosis de artículos bien cargados de adjetivos.
Al mediodía, se almuerza con dos o tres “compañeros de causa” y todos a una. Que Uribe es esto, que es aquello. Que sus hijos hicieron o deshicieron. El ministro X es un sinvergüenza, por no decir nada de aquel que es un inepto. Mientras retroalimentan su odio, engullen su plato, pero la sevicia les impide disfrutar de los manjares que se sirven en los restaurantes bogotanos.
Por la tarde, tal vez se trabaja un poco, pero a las cinco en punto hay que salir raudo al Pomeriggio, centro de acopio del más excelso antiuribismo. Allí se define el tema de la próxima columna “que va a ser tan dura que esta vez sí tumbo al Gobierno”. Y nada. La frustración no sólo continúa, sino que va creciendo de la mano de la popularidad del Presidente.
El pobre antiuribista somatiza su ira. Se pone colorado, su ritmo cardiaco se dispara, a veces el azúcar se le va a los pies. Debe sufrir cantidades. Estos siete años lo han convertido en un ser humano antipático, arrebatado, monótono, obsesivo. Su familia se angustia y padece las consecuencias de su ceguera.
Mientras el individuo (o individua) se autodestruye, la opinión pública consolida su percepción respecto de la seguridad democrática. Ya no importa el calibre de los insultos, ni la magnitud de los señalamientos, casi siempre infundados. Colombia le apostó a la reconstrucción de su democracia y a la derrota de todos los factores generadores de violencia. El triste antiuribista se resiste a aceptar la realidad y no se permite, ni siquiera, el beneficio de la duda. Para él, Uribe y su Gobierno son nefastos y punto. No hay razones, ni mucho menos argumentos. Pero nos corresponde observar hacia ellos inquebrantable compasión cristiana, pues son personas a las que les cabe perfectamente la más célebre frase de Cicerón: de hombres es equivocarse; de locos persistir en el error.
A ellos especialmente quiero desearles un feliz año nuevo y que en 2010 continúen su camino, porque son necesarios para nuestra democracia.
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