Jesús Vallejo Mejía
Carta a Ricardo Ostuni
Medellín, diciembre 22 de 2009
“Apreciado Don Ricardo:
El ajetreo de estos días navideños no me ha permitido concentrar la atención en el interesantísimo tema que Ud. planteó hace poco acerca de las transformaciones del Estado actual, al que no podemos seguir examinando a la luz de categorías propias del siglo XIX.
No es el caso de ignorar que esas categorías fueron supremamente útiles para la configuración y el funcionamiento de los sistemas demoliberales que, pese a sus limitaciones, han representado avances muy significativos para la civilización política.
Las ideas de soberanía nacional, de representación popular, de supremacía de la Constitución e imperio de la ley, de derechos fundamentales anteriores y superiores al Estado, de separación de poderes, de descentralización de colectividades regionales y locales, de ciudadanía ampliada, de sufragio libre, igual, secreto, etc., de libre debate público, de pluralismo de partidos políticos, de renovación periódica de los altos poderes del Estado, de eliminación de privilegios nobiliarios, de separación de la Iglesia y el Estado, de acción pública tendiente a mejorar las condiciones de los menos favorecidos por la fortuna y a construir sociedades más igualitarias, integran un patrimonio cultural que, parafraseando viejas nociones, es imprescriptible e inalienable.
Pero, como sucede con todas las ideas, se trata de construcciones del espíritu que buscan, por una parte, reflejar la realidad colectiva y, por otra, modelarla.
Ahora bien, esa realidad es compleja y dinámica, por lo que todo intento de aprehenderla y constreñirla sólo puede tener alcance limitado y relativo.
Hoy conocemos mucho mejor que los clásicos del pensamiento político la naturaleza de los fenómenos del poder y la sociabilidad, así como el carácter ideológico de nuestras ideas al respecto. Por consiguiente, no debemos ser dogmáticos, sino atenernos a las lecciones de la experiencia, sometiendo nuestras concepciones al contraste con los hechos, que, como decía el poco encomiable Lenin, son tozudos.
Dicho de otro modo, la teoría constitucional debe nutrirse de los aportes de la ciencia política, la sociología, la economía, la historia, la antropología e incluso la psicología, para dar cuenta más cabal de los fenómenos que aspira a comprender con miras a proponer regulaciones adecuadas.
Bolívar se refirió alguna vez, para denostarlas, a las repúblicas aéreas, que no consultan las realidades geográficas ni culturales de los pueblos, sino los delirios más o menos bien intencionados de sus promotores. Éstos terminan exclamando como el Libertador en sus postrimerías: "Sembré en el mar y aré en el viento".
Muy a menudo he sostenido que la Constitución que adoptamos en 1991 es un Código Funesto, porque en lugar de concentrarse en los problemas que el país afrontaba a la sazón, dio libre curso al espíritu de imitación, a la novelería e incluso a la garrulería, sin detenerse a considerar la realidad de un pueblo con un tejido social severamente deteriorado por la violencia guerrillera, la feroz respuesta del paramilitarismo, la penetración del narcotráfico y la corrupción política, fuera de las condiciones de pobreza y marginalidad de buena parte del mismo.
Nuestros flamantes constituyentes de ese año se aplicaron a copiar figuras norteamericanas, españolas, alemanas, italianas, etc., combinándolas a la bartola y adaptándolas mal que bien a sus opiniones e incluso a sus intereses. Pero no hubo en esa asamblea pensadores originales ni dirigentes aterrizados que pudiesen orientarla haciendo ver que se trataba de corregir ciertos vicios, de mejorar algunas instituciones y de abrir espacios que permitiesen la incorporación de fuerzas políticas emergentes que se sentían marginadas, pero no de ofrecer ríos de leche y miel, ni paraísos islámicos como los que la novísima jurisprudencia en materia de sexualidad viene consagrando como paradigma de derechos fundamentales al goce carnal.
A mis discípulos en los cursos que hasta hace algún tiempo dictaba en materia de Teoría Constitucional, solía recomendarles que observaran las instituciones británicas, que están montadas, por una parte, sobre la base de que el pasado lega enseñanzas dignas de examinarse y, por otra, que la sociedad cambia y es necesario ajustarse tanto a los diferentes estados de la opinión pública como a las necesidades de cada momento.
Recuerdo el comentario que hace algún tiempo hizo mi dilecto y sapientísimo amigo José Alvear Sanín acerca de cómo los ingleses, en razón de la Segunda Guerra Mundial, dejaron de lado la costumbre inveterada de hacer elecciones generales cada cinco años. La necesidad pública indicaba que era indispensable la continuidad del gobierno de Churchill, a quién hubo de cambiarse sólo cuando la contienda ya había tocado a su fin.
Igual que De Gaulle, que en su hora pudo decir con razón que él era Francia, en esos momentos terribles el Reino Unido era Churchill.
Usted tiene toda la razón cuando desconfía de la opinión prefabricada por los medios e incluso por los encuestadores. Pero resulta que la opinión que favorece la reelección del presidente Uribe desafía a los grandes medios nacionales. Si usted sigue la pista de los comentarios de prensa, las columnas de opinión, los noticieros de televisión o de radio, quizás llegue a la conclusión de que hay un antiuribismo rampante. Pero cada que sale una nueva encuesta, no de una sino de varias firmas especializadas en el escrutinio de la opinión, el apoyo popular al Presidente se pone en evidencia. Y no se trata sólo del que se registra en los grandes núcleos urbanos, a donde llegan más fácilmente los encuestadores, sino el de los aldeanos y campesinos que se han visto liberados de los atropellos de los violentos gracias al esfuerzo isomne de nuestra fuerzas armadas y la dirección ejercida momento a momento por el presidente Uribe.
Ahí le dejo, por lo pronto, estas reflexiones inducidas por uno de sus muy inteligentes comentarios.
Le reitero mis votos por una feliz temporada navideña y mejor año venidero.
Cordialmente,
Jesús Vallejo Mejía”
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