Rodolfo Segovia
El Heraldo, Barranquilla
Diciembre 19 de 2009
Con el año nuevo, Colombia e Hispanoamérica llegan al bicentenario de su Independencia, en emancipaciones simultáneas. Una celebración en este siglo XXI de la diversidad, así como el primer centenario fue de patriótica unidad. Va un abrebocas de controvertibles apuntaciones históricas.
En 1701 el francés Felipe V, nieto del Rey Sol, llegó al trono de las Españas al morir sin heredero el último de los Áustrias españoles, descendiente del emperador Carlos V. La competencia por el comercio de América e intereses dinásticos desataron la primera gran guerra europea que se prolongó durante más de una década, mientras, por cuenta de otro pretendiente, la Península se sumía en una despiadada guerra civil. Don Sancho Jimeno se había batido contra los franceses en defensa de Cartagena apenas cuatro años antes. Permaneció, sin embargo, como el resto de América, fiel al nuevo rey. Las élites estaban satisfechas con un gobierno débil y lejano, que otorgaba razonable autonomía. Nadie se movió.
Un siglo más tarde las cosas serán a otro precio. Mediará mucha literatura racionalista y contestataria, más tres revoluciones republicanas: la norteamericana, la francesa y la haitiana. Las Independencias, y fueron muchas desde el Río Grande hasta La Patagonia, incluyendo varias en Colombia, surgieron de la accidental crisis constitucional de 1808 en España, o si se quiere de la subestimación napoleónica de su reacción frente al secuestro de Fernando VII y la invasión de la Península. Sin rey, a quien los reinos de América pertenecían personalmente desde su incepción, el andamiaje del estado patrimonial se desplomó. El rey legítimo era el pegante de la monarquía hispana. Una vez separado del poder, las élites americanas optaron uniformemente por gobernar en su nombre. Andaban por entonces burocrática y fiscalmente descontentas, mientras debajo de ellas otros sectores sociales vagamente resentían un régimen legal que los menospreciaba.
Empero, el status quo hubiese podido prolongarse muchas décadas. Sin gran aparato represivo, la corona había fácilmente contenido en todas partes descoordinados intentos de subversión. Al aflojarse los diques constitucionales se alborotó un continente. Surgieron cabildos gobernantes sin plan preconcebido, productos de visiones inmediatistas e ideas confusas acerca de como constituir repúblicas aéreas de que hablaría unos años más tarde El Libertador. La torpe y desmañada respuesta española, comenzando por la mal llamada liberal constitución de 1812 -discriminatoria contra los americanos-, acabó por consolidarlas. “Viva el rey y abajo el mal gobierno” mutó a mal gobierno sin rey.
Los próceres naufragaron en el diluvio que siguió. Pasados 200 años, ya no es necesario justificar la Independencia como se hizo mayormente durante el primer centenario. Igualmente improductivo es seguir pensando que la nacionalidad colombiana comenzó a forjarse apenas Alonso de Ojeda divisó el Cabo de la Vela para culminar en construcciones de profundos pensadores políticos. La realidad es otra: frente al caos se les aceleró la historia y fueron inventando naciones sobre la marcha, en el crisol mismo de los ejércitos revolucionarios, mientras se acudía a modelos entrevistos en algún repertorio de lecturas a medio digerir y diseñados para otras sociedades. Esta visión revisionista no demerita a los próceres. Por el contrario, los agiganta. Era buscar agua en el desierto sin más pista que espejismos.
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