Paloma Valencia Laserna
El País, Cali
Diciembre 19 de 2009
Lo que se juega el mundo en las negociaciones del cambio climático no es despreciable. Es un fenómeno que, con independencia a lo que suceda, alterará de manera definitiva el planeta.
Si los líderes mundiales se ponen de acuerdo impondrán límites a los impulsos de desarrollo y crecimiento económico y estaremos entrando en una nueva fase histórica. La revolución científica, la revolución industrial y el desarrollismo serán transformados. Aquellas épocas que convirtieron la naturaleza en un objeto que utilizamos terminarán para dar paso a una naturaleza con consideraciones similares a las que se tienen con otro sujeto. Los esfuerzos por descifrarla ya no serán para controlarla, sino para atender su vulnerabilidad y fragilidad.
Si los líderes no alcanzan el consenso, el planeta vivirá una transformación física. Hoy en día todos los científicos coinciden en la inminencia del proceso de calentamiento global. La atmósfera se ha ido llenando de gases con efecto invernadero que impiden la salida de la radiación infrarroja (energía solar que el globo ha absorbido). Se trata de un fenómeno causado por el hombre, especialmente por la utilización de combustibles fósiles (como el petróleo) que produce CO2. La discusión científica a estas alturas se limita a la velocidad con la que ocurrirán los cambios, la magnitud de los mismos y los mecanismos para adaptarnos. Si los científicos más fatalistas tienen razón, seremos nosotros mismos quienes los presenciaremos y si no serán nuestros hijos o nuestros nietos.
En este contexto, la discusión de Copenhague no es fácil, pero además el tema tiene una serie de injusticias intrínsecas que lo complican aún más. Como lo hemos dicho, la causa fundamental del calentamiento global fue y es el desarrollo de las naciones -el proceso de industrialización-, pero las consecuencias no se limitan a aquellos países ‘responsables’. Por el contrario, los efectos cobijarán a todo el globo y en muchos casos se prevén más críticos para las naciones en vía de desarrollo. La capacidad de resiliencia está íntimamente relacionada con los recursos económicos, de manera que la adaptación y el bienestar de las naciones más pobres serán dramáticamente afectados por las acciones de las ricas.
Desde la perspectiva de cualquier sistema de responsabilidad es evidente que aquellas naciones deberían resarcir el daño causado. No se trata entonces de una contribución sujeta a condiciones ni de ‘una ayuda’, sino al reconocimiento de una obligación. Por eso, a pesar de que EE.UU. ofreció US$100 billones, no parecen aceptables los términos en que lo han hecho. Tampoco son claros los mecanismos mediante los cuales esos recursos serían entregados ni cómo serán administrados.
Otro tema que amplía el debate es la reducción de emisiones de los ‘nuevos’ grandes contaminadores. China e India, a pesar de estar en vía de desarrollo, ya tienen unas emisiones muy significativas. Es prioritario implementar mecanismos de producción limpia y, otra vez, estas tecnologías pertenecen a las naciones desarrolladas. Si bien parece injusto imponerles reducciones, el derecho al desarrollo no puede ir en detrimento del bienestar mundial; y al mismo tiempo la transferencia de tecnología -acordada desde las primeras convenciones- ha sido parca y poco efectiva.
Como consumidores tenemos que premiar con nuestra preferencia productos con consideraciones ambientales.
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