lunes, 28 de diciembre de 2009

El país de Alberto Lleras (y 3)

Santiago Montenegro

El Espectador, Bogotá

Diciembre 28 de 2009

Recordemos que el modelo de la democracia es una respuesta a la pregunta de quién debe gobernar y responde que, en lugar del rey soberano o de una élite o de una familia privilegiada, debe gobernar el pueblo soberano. Por su parte, el liberalismo es una respuesta a la pregunta, no de quién debe gobernar, sino a la pregunta de cómo se debe gobernar. Y responde que se debe gobernar con límites; que frente a los pesos del Ejecutivo deben estar los contrapesos del Legislativo, del Poder Judicial, del poder electoral, de los organismos de control. Que el poder debe estar limitado no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Lleras tuvo una creencia casi obsesiva en el gobierno limitado. No es fácil decir cuáles fueron las fuentes de su liberalismo, pero me atrevo a argumentar que fueron básicamente dos, ambas igualmente importantes. La primera fue una influencia intelectual, proveniente de la lectura de los liberales clásicos, sobre todo de Locke, pero también de Ortega, de los escritores de El Federalista, particularmente de Madison. Pero su liberalismo provenía también de su profundo conocimiento de la historia de Colombia —su propio abuelo, Lorenzo María, había sido secretario de Francisco de Paula Santander— y de sus largos años recorriendo el país, hablando con sus gentes. Creía que Colombia había sido ajena a los caudillos y a los dictadores, no porque el pueblo de alguna forma era más ilustrado que el de otras latitudes, sino porque, con su quebrada geografía, pisos climáticos y variedad de culturas, Colombia fue siempre un país de regiones fuertes, que reclamaron espacios de autonomía y relativa independencia del poder central. Para él, además de la dimensión partidista, el poder en Colombia tenía una indudable dimensión regional. Tenía la convicción de que el país era así y que se precipitaba a la catástrofe cuando un partido o grupo trataba de imponer una hegemonía, cuando trataba de quedarse en el poder indefinidamente. En una u otra medida, esa había sido la razón de las guerras civiles del siglo XIX y también de los problemas que trajo la llamada Regeneración, que terminó en la más larga y en la más sangrienta de todas las guerras del siglo XIX. Por eso, su clamor en 1976, en el centenario del gobierno de Aquileo Parra, en Barichara, para que la Providencia “nos preserve de los caminos tortuosos de otras Regeneraciones”.

Con Rómulo Betancourt, Alberto Lleras pertenece a una generación de políticos latinoamericanos a quien no se ha reconocido su enorme contribución a las instituciones republicanas y a la democracia. Es una gran ironía —y también una tragedia— que en el mismo momento en que estos hombres recuperaban la democracia para sus países, luchaban por la separación de la Iglesia y el Estado, reivindicaban el voto de la mujer, impulsaban la educación, muchos jóvenes de América Latina se enceguecían con el modelo cubano y veían hasta con admiración y regocijo cómo Castro y Guevara fusilaban a sus opositores, eliminaban la expresión libre de los poetas e intelectuales, encarcelaban a los homosexuales e imponían su modelo totalitario. Y allí siguen los Castro, cincuenta años después, con su régimen tiránico y personalista. Pero contra ellos, y contra todos los proyectos antiliberales del continente, también sigue vigente la obra y la palabra de Alberto Lleras, recordándonos que “cualquier cosa que nos suceda dentro de las reglas de juego, es mejor que el juego sobresaltado sin más reglas que la voluntad de uno solo”.

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