Alfonso Monsalve Solórzano
El Mundo, Medellín
Febrero 21 de 2010
Colombia vive la doble condición de tener un conflicto y una situación de posconflicto simultáneamente. De un lado, el sometimiento de los paramilitares a la ley de justicia y paz; y del otro, la violencia, armada , terrorista, sicológica, generada por una guerrilla debilitada pero no vencida, que se nutre de los dineros del narcotráfico, como hacían las autodefensas. Hasta donde yo sé, el nuestro es el único país del mundo que ha tenido que vivir esta doble situación, pues lo normal es que el posconflicto ocurra en el tiempo después del conflicto.
Lo que sucede en Colombia da el carácter específico de la política de seguridad que debe trazar un próximo gobierno –ya sea éste un tercer mandato de Uribe, o el encabezado por un ciudadano distinto, porque la violencia que se genera en el hecho descrito es doble, y cada una debería ser tratada de manera distinta, aunque complementaria y coordinada.
La barbarie generada por la guerrillas es justificada por ellas en virtud de razones políticas, así sus prácticas en torno al narcotráfico hayan puesto en duda tales razones. Al menos, en teoría, su violencia tiene por objetivo la toma del poder por vía de las armas. La que produjeron los paramilitares también era sustentada por esos grupos con razones políticas -el enfrentamiento a la guerrilla para evitar que su objetivo se cumpliera- a pesar de que en muchos de ellos, la ligazón con el narcotráfico igualmente era evidente hasta el punto de que muchos traficantes fueron ‘graduados’ de paramilitares, como dijo el general Naranjo, para acogerse a la ley de justicia y paz.
El cruzamiento del narcotráfico en esas dos clases de organizaciones, explica en gran parte lo que hoy está sucediendo. Veamos.
En los países en posconflicto, como El Salvador o Guatemala, ha habido un auge inusitado de la violencia luego de cesada la contienda militar. Esto se explica porque centenares de excombatientes, sin mando ni disciplina que los contuviera, recurrieron a lo único que saben hacer: producir violencia. Pero ésta ya no es de tipo político sino criminal.
En Colombia los paramilitares se desmovilizaron y las guerrillas persisten. Pero ha surgido una nueva clase de violentos, que proviene de los primeros por esa simbiosis con los narcos de las autodefensas que se sometieron. No obstante, a diferencia de éstas, ya no hay ninguna razón de orden político, y sólo queda el rasgo criminal vinculado al narcotráfico.
Muchos analistas piensan que son una nueva generación de paramilitares, pero en mi concepto, el gobierno tiene razón cuando las califica como bandas puramente criminales, sin objetivo político real, así quieran disfrazar sus acciones como contrainsurgentes. Estas bandas se disputan el territorio en las ciudades, algo muy importante de resaltar, para controlar el creciente negocio del microtráfico, y los cultivos y las rutas de tráfico con las guerrillas, con las que compiten y/o se alían, según la necesidad que tengan.
Estas personas producen violencia urbana y rural. Y la primera, de manera creciente, hasta el punto de poner en jaque el accionar, muchas veces heroico de la policía y la fiscalía. Esa violencia urbana ha servido para cuestionar la política de seguridad democrática, algo que considero equivocado. De hecho, el desafío interno a la soberanía de nuestro estado social de derecho persiste, por lo que la recuperación del territorio y el monopolio de la fuerza por parte de militares y policías, y del ejercicio y aplicación de la ley en manos de los jueces y fiscales, unos y otros legitimados por la Constitución y las leyes, es irrenunciable. Por otra parte, la represión del crimen común no es un asunto de soberanía política sino de estrategia policial, con la ayuda de las fuerzas armadas en el campo, cuando las bandas criminales actúen allí.
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