Aníbal Romero
Webarticulista.net, Caracas
20 febrero 2010
Desde su inicio en 1959 el régimen castrista ha procurado expandir su influencia interviniendo de manera sistemática en la política de otras naciones. Ahora bien, ese activismo internacional ha atravesado tres etapas que conviene distinguir: la primera fue la etapa guerrillera de los años sesenta y setenta del pasado siglo. Su símbolo fue el Che Guevara y su máximo fracaso estratégico aconteció precisamente en Venezuela. La consolidación de la democracia venezolana en ese tiempo no sólo permitió la derrota de la insurrección armada, sino que también levantó una especie de impenetrable muralla regional ante el castrismo.
La segunda etapa fue la soviética, durante la cual el ejército cubano fue utilizado como una fuerza de intervención global al servicio del expansionismo ruso, en particular en África pero también en América Latina. Cabe recordar los casos de Angola, Mozambique, Guinea-Bissau, Eritrea, Grenada, Panamá y Nicaragua, entre otros. Esta segunda etapa también produjo una sucesión de reveses para Castro, y generó un profundo resentimiento contra los cubanos en aquellos países donde su presencia sólo condujo a acentuar los odios y las guerras. De paso, la tenue línea divisoria entre la retórica antiimperialista y la realidad del neocolonialismo cubano no tardó en corromper a numerosos miembros de las avanzadas militares de Castro, siendo el ejemplo más conspicuo el del General Arnaldo Ochoa y varios de sus colegas, sacrificados sin contemplaciones por Castro cuando ya no sirvieron sus propósitos y para amedrentar a los que pretendiesen salirse de la línea trazada por el mandamás de la isla.
La actual etapa del expansionismo cubano bien puede ser calificada como la etapa depredadora, pues se ajusta al exacto significado del término: La injerencia castrista en la Venezuela de Chávez se asimila al pillaje, a lo que el Diccionario de la Academia define como “Malversación o exacción injusta por abuso de autoridad o de confianza”.
Semejante curso de acción por parte de la Cuba de Castro, en este período postrero de su existencia personal y del agotamiento extremo de la revolución, acarrea enormes costos y riesgos a un régimen al que las circunstancias empujan inexorablemente hacia un momento histórico distinto, después de cincuenta años de estériles fracasos. Por un lado, Castro y los “duros” dentro de su gobierno parecen dispuestos a postergar cualquier posibilidad de negociación con Washington, aferrándose en su lugar a la quimera de la insurrección latinoamericana contra el imperialismo, presuntamente encabezada por el incansable caudillo venezolano. Por otro lado los cubanos en Venezuela, como Ochoa en África, se corrompen con las mieles del capitalismo y no pocos escapan a Miami. Finalmente, la rabia y el dolor venezolanos se agudizan frente al creciente saqueo y grosera rapiña de la Cuba castrista en un país que se concebía a sí mismo como digno y orgulloso, pero que hoy contempla su soberanía pisoteada por las obsesiones ideológicas y enigmáticos resentimientos que acosan a Hugo Chávez.
En África, Bolivia, Grenada, Nicaragua, Panamá y otras partes la Cuba castrista salió “con las tablas en la cabeza”, después de invertir inútilmente vidas y recursos de todo tipo en aventuras infructuosas. ¿Creen realmente Castro y sus aliados venezolanos que aquí será distinto, que la humillante subordinación del actual gobierno venezolano durará mucho tiempo y que este país admitirá lo que no aceptaron naciones mucho más débiles e invertebradas que la nuestra? ¿Tendrán razón acaso de creerlo así?
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