jueves, 25 de febrero de 2010

Mártir de la Primavera Negra

Editorial

El Mundo, Medellín

Febrero 25 de 2010

Nadie está en plan de morirse de verdad cuando resuelve usar el único medio que le queda de resistencia a la ignominia de un sistema carcelero.

La conmovedora noticia de la muerte del disidente cubano Orlando Zapata Tamayo, tras una huelga de hambre de más de 80 días en protesta por las frecuentes golpizas y otros abusos de sus carceleros, desató una oleada de repudio mundial contra la dictadura castrista, a pocas horas de que el comandante Raúl regresara de la Cumbre de Cancún. Allí, con el cinismo propio de los dictadores y contando con la aquiescencia de quienes lo invitaron a ese pregonado foro de la democracia, la unidad y la libertad de América Latina y el Caribe, se comprometió a ... “la promoción y protección de todos los derechos humanos y las libertades fundamentales, de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los instrumentos jurídicos internacionales, tanto de derechos humanos como de derecho internacional humanitario”, según reza el punto 72 de la Declaración Final suscrita por los 26 jefes de Estado y de Gobierno.

A pesar de la drástica censura imperante, que el régimen no ha podido aplicar a las redes sociales de Internet, se pudo saber que Zapata era un humilde albañil de 42 años, oriundo de Santiago de Cuba, cuyo gran pecado fue no comulgar nunca con el ideario revolucionario. La primera vez que lo encarcelaron, acusado del delito de “desacato”, fue en el 2002, cuando militaba en el opositor Movimiento Alternativa Republicana. Al año siguiente recobró la libertad pero la dicha le duró sólo unas semanas, pues cayó en la cruenta redada de opositores, conocida como la Primavera Negra de Cuba, bajo la acusación de conspirar contra el Gobierno. Zapata negó siempre que perteneciera a ese grupo, pero fue condenado a tres años de cárcel y, luego, por participar en una huelga de hambre, vio como se ampliaba la sentencia hasta 25 años, al sumarse los delitos de “desacato”, “desorden público” y “resistencia”.

A propósito de la Primavera Negra Cubana, hay que recordar que el régimen emprendió esa arremetida contra la naciente oposición en momentos en que Estados Unidos y sus aliados invadían a Irak. Obvio que el propósito era aprovechar esa coyuntura para ahogar los anhelos de libertad y democracia de los cubanos, mientras el mundo estaba con los ojos puestos en la guerra. En juicios sumarísimos, periodistas, sindicalistas, dirigentes cívicos e intelectuales fueron condenados a penas de hasta 28 años de cárcel. El mundo condenó aquello, empezando por el Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias de las Naciones Unidas, y también Amnistía Internacional, que se pronunció declarando a los 75 disidentes “prisioneros de conciencia”.

Desde entonces, cada año, la resistencia interna y el exilio cubano, con la solidaridad de cientos de organizaciones de derechos humanos en todo el mundo, conmemoran esos fatídicos días de mediados de marzo de 2003 y claman por la libertad de las víctimas de la Primavera Negra de Cuba. La periodista independiente Miriam Leiva describía así, hace un año, las condiciones infrahumanas en que sobreviven esos presos. “.... En prisiones a cientos de kilómetros de sus hogares, confinados en celdas de aislamiento, mal alimentados, enfermos —incluso los que llegaron jóvenes y fuertes—, bebiendo agua contaminada, rodeados de nubes de mosquitos y moscas, con asistencia médica manipulada y correspondencia interceptada. Con el tiempo, 20 de los encarcelados en el Grupo de los 75 han recibido licencia extrapenal por padecer serias enfermedades... (Entre los que siguen allí) hay casos extremos, aunque no los únicos, como Librado Linares, que se está quedando ciego; el doctor José Luis García Paneque y Normando Hernández, que no asimilan los alimentos; Arturo Pérez de Alejo, con serias dolencias, y Antonio Villareal, sumido en profundo estado depresivo. Las terribles condiciones y el estrés por la convivencia con presos comunes, la mayoría de alta peligrosidad, así como las preocupaciones por sus familias, han constituido torturas psicológicas permanentes”.

Contra esos atropellos se reveló Orlando Zapata, negándose a recibir alimento sólido desde el 3 de diciembre pasado. La organización Directorio Democrático Cubano, DDC, denunció que en octubre, Zapata recibió una paliza por parte de militares que le custodiaban en la prisión provincial de Holguín, la cual le produjo una hemorragia intracraneal que derivó en una operación quirúrgica. Desde que inició su huelga de hambre y “durante 18 días”, el director de la prisión le retiró la ingesta de agua, lo que le produjo un fallo renal. A mediados de enero, el preso fue trasladado a un hospital de Camagüey, en el que contrajo una neumonía por encontrarse “casi desnudo”, agrega el comunicado del DDC. “A pesar de su crítico estado de salud, el régimen lo trasladó la semana pasada al hospital de la Prisión Combinado del Este en La Habana, donde no existían condiciones para tratarlo”, concluye.

Nadie está en plan de morirse de verdad cuando resuelve usar el único medio que le queda de resistencia a la ignominia de un sistema carcelero como ese. Zapata, en una apuesta consigo mismo, creyó que podía conseguir una mejora en sus condiciones de reclusión. La reacción del gobierno en el sentido de lamentarlo, pero al mismo tiempo negando la evidencia de las torturas y eludiendo la responsabilidad en esa muerte, comprueba una vez más, como decíamos en el editorial del 17 de abril de 2003 (“Castro, un ocaso sanguinario”) que no habrá posibilidad de redención en Cuba mientras los hermanos dictadores estén vivos. El sacrificio de Zapata, nuevo mártir de la libertad de su pueblo, hace más patética y bochornosa la bienvenida que recibió en Cancún el presidente-dictador Raúl Castro.

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