martes, 23 de febrero de 2010

La emergencia sanitaria

Rodrigo Guerrero

El Colombiano, Medellín

Febrero 23 de 2010

El encuentro del médico y el paciente o “acto médico”, ha sido revestido de una reverencia propia de lo sobrenatural, y se considera tradicionalmente como la máxima expresión de la ética profesional.

En los albores de la humanidad, los requisitos para practicar el arte de la curación no eran claros y, para ejercerlo, bastaba que alguien se autoproclamara poseedor del conocimiento y tuviera aceptación popular. Con el paso del tiempo aparecieron formas organizadas de enseñanza, hasta llegar a las actuales facultades de medicina que enseñan los principios teóricos de la ciencia y las prácticas del ejercicio profesional, y certifican la idoneidad del practicante.

La amplitud de los conocimientos requeridos por el médico es de tal amplitud que es imposible, por estudioso e inteligente que sea, tener la capacidad de resolver la totalidad de problemas de sus pacientes, pues debe escoger entre un gran número de medicamentos, tecnologías de diagnóstico y procedimientos, que la industria lanza y promueve con estrategias agresivas de mercadeo.

El acto médico es tan importante para la sociedad que, para asegurar su calidad, en muchos países se exige aprobar un examen de estado, además del diploma expedido por una facultad acreditada; en otros, se obliga a actualizar periódicamente los exámenes de estado o certificar un número de horas de educación continua cada año.

Pero resulta que fuerzas invisibles y poderosas asedian al acto médico. Según el New York Times, respetables laboratorios farmacéuticos de Estados Unidos pagaron cientos de millones de dólares a los médicos para que formularan sus productos contra la anemia, o medicamentos para manejar trastornos de alimentación en niños, cuando según la FDA, no había prueba de su eficacia y podían ser nocivos. Hay muchos otros ejemplos similares. Además de estas burdas intromisiones en el acto médico, hay sutiles maneras de seducir a los médicos, como financiarles viajes para asistir a congresos o investigaciones de dudoso valor científico.


La jurisprudencia actual de la Corte Constitucional les da, en la práctica, el carácter de ordenadores de gasto público a los médicos y jueces colombianos, al autorizarlos para manejar recursos del contribuyente; pero les otorga tal facultad sin establecer las condiciones a que debe someterse todo ordenador, ni hacer explícita la obligación de regirse por los principios de transparencia, eficiencia y economía que ordena la Ley. Con la desinformada complicidad de algunos jueces, diversos actores han encontrado en la tutela una herramienta para vender sus productos más costosos y ordenar procedimientos innecesarios.

Países como Inglaterra, Nueva Zelanda y Chile han resuelto este conflicto por medio de la elaboración de unas Guías Indicativas que, basadas en la mejor evidencia clínica y epidemiológica, y en los análisis de costo-beneficio, establecen los procedimientos, intervenciones y tratamientos más adecuados. Estas guías, elaboradas por equipos multidisciplinarios de altísima competencia con apoyo de las sociedades científicas y libres de cualquier conflicto de intereses, orientan las decisiones del médico y también protegen al acto médico contra la presión de un asegurador interesado en ahorrar recursos.

Las guías no necesariamente son de obligatorio cumplimiento pero, como es obvio, tanto médicos como jueces que quieran apartarse de ellas deben hacer explícita la razón para hacerlo. Si lo hacen sin la suficiente certeza profesional, podrían llegar a responder disciplinaria y patrimonialmente por ello.

La experiencia de los países mencionados muestra que cuando las guías son bien diseñadas y utilizadas, evitan la interferencia de intereses ajenos al acto médico, mejoran la calidad de la atención al paciente y garantizan un uso racional y responsable de los recursos del contribuyente. Bienvenidas las guías, actualmente en proceso de elaboración gracias a un concurso público convocado por Colciencias.

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