domingo, 28 de febrero de 2010

La reprimenda y sus efectos

Sergio De La Torre

El Mundo, Medellín

Febrero 28 de 2010

Resulta perogrullesco decirlo: detrás de todo aquél que anda exhibiendo sus músculos, blasonando de su valentía, vociferando y retando, hay un cobarde, de esos que aculillan cuando se les hace frente.

Desde los tiempos de la prehistoria, cuando los hombres, todavía en estado salvaje, ya habían superado la fase del mono y empezaban a caminar erguidos, es sabido que todo guapetón ruidoso opta por enmudecer cuando se le reacciona. Y los jefes de Estado, por déspotas que sean, pese a su investidura y a su aparente invulnerabilidad, cuando les corresponde actuar como simples mortales, sin la cohorte de áulicos y escuderos que suele rodearlos (en las cumbres presidenciales, por ejemplo),no escapan a esta regla.

Siempre dije que a Chávez, que goza de una especie de licencia, otorgada por sus pares, para insultar a quienquiera, había que quitarle ese privilegio exótico y someterlo a las reglas que obligan al respeto y la no intromisión en asuntos ajenos. Y esa impunidad para interferir en la vida de los demás se originó en su propio país, donde hace y deshace, invadiendo terrenos y funciones que no son las suyas, como en el insólito caso del alcalde de Caracas, quien, ya posesionado tras una elección ganada limpiamente, fue despojado de sus atribuciones y arrojado de sus oficinas, sin tener ante quien reclamar, porque a los tribunales llamados a cautelar la democracia y garantizar la libre expresión del querer popular, los cooptó el régimen.

La tolerancia con sus desmanes que allá disfruta el coronel, se ha extendido al continente, donde gobiernos de todas las pelambres se la brindan, bien porque han sido comprados con las dádivas que se le ofrecen a quien esté dispuesto a recibirlas a trueque de su obediencia, o bien porque, amedrentados como viven, no se atreven a importunar al venezolano, por temor a sus diatribas y represalias. O por esa solidaridad forzada que nace de las afinidades ideológicas parciales, o de la refracción atávica y maquinal a los gringos que gravita todavía en algunos, a pesar de Obama, de su color cercano y su talante. Como en los casos de Brasil y el propio Méjico.

Basta conque Chávez denuncie al imperialismo yanqui (el mismo al que le debe su subsistencia como adquiriente de su petróleo y proveedor de toda clase de productos básicos) para que callen ante sus excesos y le permitan tropelías incalificables, como las que comete en el rol de nuevo pequeño poder imperial que ha asumido en la última década. Verbigracia, su grosera intervención en Honduras para torcer su cauce institucional y alinearla consigo, al pie de Bolivia, Nicaragua y demás satélites. Este hombre abomina del imperialismo ajeno pero practica el suyo, solo que más impúdico. Con Colombia, por ejemplo, comprometiendo su estabilidad y bienestar al auspiciar por diez años continuos la subversión armada e imponer un bloqueo comercial que la asfixia. O con Perú, Ecuador y Argentina, donde patrocina y financia candidatos y candidatas presidenciales que le simpatizan. El objetivo es expandir su arcaico, ruinoso modelo castrista y con él su presencia mesiánica dondequiera que alguien lo secunde, ignorando, o a sabiendas de que dicho modelo no es más que un fascismo disfrazado, apoyado no en los sectores avanzados de la sociedad ni en la clase obrera (que en Venezuela, que no tiene un aparato productivo estimable, nunca tuvo mucho peso, y menos ahora que la propia petrolera oficial PDVSA está tan alicaída) sino apoyado (ese fascismo de nuevo cuño) en el lumpen, vale decir la franja desocupada, dada al rebusque como sea, a la vagancia y el vicio en las calles. Todo ello colindante con el delito. Esa franja lumpen, en Venezuela o en otro país cualquiera, llegada la hora de la revancha social, con paga y subsidios estatales en dinero o especie añadidos, se presta para todo, se moviliza fácil y se deja reclutar en hordas o escuadrones para espiar al conciudadano, agredir y amedrentar a los disidentes hasta silenciarlos. Así opera el fascismo en su primera fase, antes de consolidarse, como lo muestran las crónicas de los años veinte y treinta en la Italia de Mussolini, la España de Primo de Rivera y la Alemania de Hitler.

Y hablando de mesianismo, huelga decir que lo que nos respira al lado no es un Gandhi, ni siquiera un Perón, sino un loquito, de esos que abundan en el subcontinente, pero que esta vez logró hacerse al poder en un país sin mayor tradición democrática, cultura política ni disciplina social que, cuando se desboca, acude a los caudillos militares que le son tan propios, para que lo encarrilen o lo acaben de desencarrilar. Solo que ahora el escogido no fue un Páez, un Juan Vicente Gómez o un Pérez Jiménez, sino alguien que, sin entenderla bien, repite su monserga trasnochada creyendo que se trata de un nuevo evangelio, actualizado y provechoso para los tiempos presentes, los de la modernidad y aún los de la postmodernidad que, así suene raro, también corren en este trópico aparentemente irredimible.

Lo ocurrido en la Cumbre de Cancún ilustra lo arriba dicho sobre la triste volatilidad de los gritones y lo deleznable que al final resulta la intransigencia de los radicales, incapaces de percibir los matices, para situarse en el centro, que es el justo medio, el punto de encuentro entre los extremos, donde se converge para avanzar. Pues donde hay acuerdo, en lugar de retroceder siempre se avanza, merced al desgaste que se evita y la energía que se ahorra. La mutación experimentada por Chávez tras el rapapolvo que recibió de Uribe demuestra la eficacia de no dejar pasar una agresión verbal sin respuesta. No en vano Churchill decía que el que se deja humillar en aras de la paz, se queda con la humillación y sin la paz.

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