Sergio de la Torre
El Mundo, Medellín
Febrero 22 de 2010
La relación nuestra con Venezuela está virtualmente rota. Y la ruptura se produjo no por iniciativa nuestra. Primero fue Caracas la que (por haberse interpuesto Colombia en su taimado, siniestro y cada vez más visible contubernio con la narcoguerrilla) congeló la relación diplomática al retirar su embajador. Y luego, por la misma razón y con el pretexto de la presencia norteamericana en bases colombianas, en detrimento del consumidor venezolano que ahora no tiene dónde abastecerse con iguales precios y facilidad, y en un acto brutal de agresión económica que las normas universales catalogan como delito internacional, suspendió la compra de nuestros productos, rompiendo toda relación comercial.
Lo hizo con la arrogancia y sevicia del rico que se vale de su poder económico para subyugar y escarnecer al pobre. Cosa que no logró porque Colombia, tras largas vacilaciones - que nunca nos faltan - abandonó su peculiar actitud medrosa y optó por esperar, estoicamente, a que Chávez se calmara, pero sin responder a sus insultos. Optamos por la prudencia, que es la que le gusta al Presidente en el trato con los vecinos hostiles, más que con sus oponentes de adentro. Prudencia que parece estar fructificando con Ecuador, mas no con Venezuela, cuyo talante camorrero no sabría decir si se ha moderado o envalentonado. Lo que enseña la historia y lo confirma la ciencia al estudiar la conducta de los hombres y los pueblos es que el “apaciguamiento” (comportamiento asumido por quienes suponen que así terminan desarmando al enemigo declarado y conjurando toda amenaza inminente) no conduce a la paz sino a inflamar la soberbia del otro, a la vesania y la discordia, cuando no a la guerra. Además, en este tipo de conflictos larvados, alimentados en la prepotencia del uno y la debilidad correlativa del otro, lo que está en juego no es solo la integridad o los propios derechos, sino la dignidad, que no es, como suponen algunos, un bien intangible, sino un valor que se tasa, un componente imprescindible, consubstancial a la existencia y el bienestar de las naciones.
Pues bien, como es habitual en su relación con los demás desde que se resignó al despojo panameño a manos de Teodoro Roosevelt y los lugareños que se le vendieron por unas monedas, Colombia no ha sabido responder como es debido a la desnuda, feroz arremetida “bolivariana”.
Olvidando que frente a un energúmeno que se arma y prepara para el zarpazo final, de nada sirve hacerse el desentendido, ni la suavidad destinada a ablandar a quien nos golpeará si no encuentra reacción oportuna, ni Jesús, que nos insta a poner la otra mejilla, ni aún la resistencia pasiva aconsejada por Gandhi. Todo eso cualquier perdonavidas lo confunde con cobardía.
Colombia se ha armado de paciencia y ha elegido el silencio, confiada en que el paso del tiempo, que todo lo compone y sosiega, finalmente le ayude. O esperando acaso a que el coronel se vaya. ¡Vana espera y peor cálculo! Eso no ocurrirá sin antes haber asestado el gran golpe y saciado su ira, enfocada en Uribe, en Santos, o en quienquiera que siendo nuestro portavoz, no se le doblegue.
Lo arriba dicho viene al caso ahora que Chávez habla de comprarle energía a Colombia para mitigar el apagón general que se anuncia y que a más de poner en cuestión la idoneidad y eficacia de su gobierno, probablemente daría al traste con él. La necesidad, cuando espolea, tiene cara de perro, y frente a ella no hay ideología que valga. Tras tantas idas y venidas, vueltas y revueltas como ha habido en los últimos días a este propósito, Venezuela, al parecer, se ha decidido por la compra. Ahora bien, por razones de dignidad, pero también de utilidad e interés, Colombia debiera condicionar esta operación, salvadora para un régimen que se hunde, a que se levante el embargo comercial injusto e ilegal que se nos impuso. Si nos van a comprar energía, que lo hagan también con todo lo que dejaron de comprarnos desde el año pasado, en un intento ruin por ponernos de rodillas. Ojo, pues, señor Canciller, que ésta vez la ocasión la pintan calva, para rescatar el orgullo patrio, sin herir el del vecino en apuros, pero sin regalarse por unos cuantos denarios. Aquí calibraremos la ruidosa arrogancia del coronel pero también la firmeza colombiana.
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