Editorial
El Colombiano,Medellín
Octubre 27 de 2009
Los lamentables y todavía confusos hechos en los que resultaron asesinadas diez personas, entre ellas ocho colombianos, en el estado venezolano de Táchira, fronterizo con Colombia, son repudiables y exigen el rechazo general, más allá de las siempre peligrosas acusaciones de micrófono sobre los responsables, pues serán las investigaciones las que determinen quién o quiénes están detrás de esta masacre.
A todas las familias de las víctimas va nuestra solidaridad y nuestro mensaje de pesar. Lo que esperamos ahora, sin dilaciones y sin cortinas de humo por parte del gobierno venezolano, es que se conforme una comisión de investigación interdisciplinaria binacional y no que en medio de esta tragedia lo que oigamos de los vecinos sean ofensas, recriminaciones y acusaciones.
Ya es hora de dejar de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, pues además de irresponsables son desafiantes y burdas las declaraciones del presidente Hugo Chávez, al tildar al Ministro de Defensa colombiano, Gabriel Silva Luján, de "retardado mental" por atreverse a decir una verdad de a puño: que las fronteras porosas que existen en el vecindario son vía expedita para el tráfico de drogas, el ingreso de armas a Colombia, el contrabando y el refugio de terroristas. Y no, precisamente, por omisión de las autoridades colombianas.
Colombia ha puesto en conocimiento del propio gobierno de Venezuela, de Ecuador, y de la comunidad internacional, la cada vez más activa presencia de miembros de las guerrillas, narcotraficantes y bandas emergentes en las fronteras como parte del repliegue a que se han tenido que someter por la acción valiente y decidida de
Si existiera verdadera hermandad entre nuestros pueblos, como lo dice demagógicamente Chávez para ganar los aplausos de sus áulicos, ahora tendría que estar haciéndose una reunión bilateral de cooperación judicial para esclarecer estos hechos y, sobre todo, evitar que se vuelvan a presentar, porque aquí no pueden prevalecer principios de nacionalidad, sino de seguridad nacional y global. Está demostrado que las amenazas del terrorismo y el narcotráfico están esparcidas por la región, juegan en contra de la institucionalidad y la democracia. Y su derrota, por ende, es un imperativo regional y mundial.
El Presidente Álvaro Uribe no tendría que estar rogando favores del gobierno venezolano para conseguir la repatriación de los cuerpos de ocho colombianos, sino recibiendo explicaciones de qué se hizo desde comienzos de octubre, cuando se denunció el secuestro de estas personas.
No es hora de cálculos políticos ni de alentar falsos nacionalismos. Por encima de las veleidades del poder, es el momento de poner lo humanitario como esencial, como lo ha pedido Colombia, y contribuir a mitigar el dolor que ahora embarga a las familias de las diez víctimas. No se trata de una limosna ni una concesión. Es una obligación.
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