Editorial
El Tiempo, Bogotá
Octubre 25 de 2009
El polémico acuerdo de cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos sigue dando que hablar. El jueves pasado, el Consejo de Estado le hizo llegar al Gobierno el concepto reservado que este le había solicitado, y el presidente Álvaro Uribe de inmediato conformó una comisión -los ministros de Relaciones Exteriores, del Interior y de Justicia y de Defensa y el Secretario Jurídico de la Presidencia- para que lo estudie. Todo indica que la recomendación es que se someta el tratado a consideración del Congreso.
Tanto desde el punto de vista político, como desde el análisis jurídico, esa alternativa es inconveniente. En plena campaña electoral, una discusión politizada sobre un tema tan sensible como el de 'las bases estadounidenses' les abriría de par en par las puertas a la demagogia, al populismo y al nacionalismo desbordado. Ya de por sí en el imaginario colectivo se habla de mitos inexistentes, como el de que E.U. instalará siete bases militares en territorio colombiano. Ninguna de las aclaraciones hechas por el canciller Jaime Bermúdez, o por el propio presidente Uribe, ha podido aterrizar la controversia a su justa proporción: la de una profundización de la cooperación militar entre dos países que desde hace casi un par de décadas vienen construyendo una sólida alianza para la lucha contra el narcotráfico, que al final se extendió al combate de otros fenómenos delincuenciales. Es muy probable que una discusión en el Congreso aumente los mitos, en vez de aclararlos.
El trámite parlamentario también implica peligros internacionales. El presidente Hugo Chávez, que ha asumido la bandera contra "las bases" como un caballo de batalla para concitar apoyo interno, justificar una peligrosa carrera armamentista y darle un viso de realidad a su estrafalaria imagen del Imperio que lo ataca, seguramente estará muy atento a pescar en el río revuelto del pulso entre el gobierno Uribe y la oposición. Incluso, en Washington causará malestar que se ventilen detalles que se presentaron con prudencia durante la negociación. La sola idea de que si el Acuerdo de Cooperación requiere aprobación en el Legislativo colombiano también necesitaría la del Capitolio en Estados Unidos, será muy mal recibida. Los desgastes en las discusiones sobre los asuntos internos de Colombia en las aprobaciones del Plan Colombia y del TLC son más que suficientes para los dos gobiernos. ¿Para qué otro más?
Y no se trata, desde luego, de hacerles un quite a las normas establecidas por la Constitución para aprobar tratados internacionales. Según ellas, es indispensable una ley para introducir a la normatividad interna el contenido de los acuerdos con otros Estados. Tampoco se trata de negar que en desarrollo de esa función esencial del Congreso se han discutido y tramitado en forma correcta todos los compromisos internacionales que obligan a Colombia.
El punto es que los representantes de Bogotá y Washington encauzaron las negociaciones dentro de parámetros ya acordados y vigentes -lo que se llama un 'acuerdo simplificado', que concreta y amplía preceptos ya adoptados- y no como un nuevo tratado. Ese mismo procedimiento se utilizó en el pasado con la firma y ejecución de decenas de memorandos de entendimiento y cooperación con varios países y sobre diversos temas. Durante el gobierno de Ernesto Samper, Colombia y E.U. acordaron un pacto de colaboración marítima que permite -bajo condiciones precisas- la circulación de buques estadounidenses en aguas de jurisdicción colombiana cuando están persiguiendo naves de narcotraficantes. Ese instrumento no fue llevado al Congreso, pues el Ejecutivo argumentó que se enmarcaba en los tratados ya aprobados en los que ahora el gobierno Uribe basa el acuerdo de cooperación militar.
El otro tema de orden legal tiene que ver con la norma constitucional -artículo 237- que establece que en los casos de tránsito de tropas extranjeras por el territorio nacional, o de estación de naves y aviones de tipo militar, el Gobierno "debe oír previamente al Consejo de Estado". El sentido de este texto no se refiere a la cooperación con las fuerzas armadas de Colombia, sino a la eventualidad de un conflicto internacional entre terceros países, que obviamente no es lo que está en juego. Cabe recordar que desde que se inició el Plan Colombia está prevista la presencia de hasta 800 militares estadounidenses, según un tope fijado por ley de ese país. Las nuevas características de la cooperación, según han expresado los voceros del Gobierno, no cambian nada de lo que puede asimilarse, ni remotamente, a "tránsito de tropas".
Hechas tales precisiones, hay que agregar que el concepto del Consejo de Estado es reservado y no obligatorio. El Gobierno podría buscar una aprobación rápida y discreta en el Congreso -así se hizo en la delimitación marítima con Honduras durante la administración Pastrana- o acordar con E.U. su aplicación inmediata -sobre lo cual también hay antecedentes-. Convendría, eso sí, aprender de los múltiples errores de comunicación que se han cometido hasta el momento -reconocidos en las altas esferas oficiales- y diseñar en forma conjunta una estrategia binacional de presentación, tanto a la opinión pública como a los países de la región que han mostrado inquietudes sobre sus consecuencias. Se necesita un buen final para un trámite que resultó más complicado -y riesgoso- de lo necesario.
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