Alfonso Monsalve Solórzano
El Mundo, Medellín
Octubre 25 de 2009
El Lector, ésa magnífica novela de Bernard Schlink, me sugirió algunas reflexiones que quiero poner a consideración de quienes tengan por costumbre seguir estas líneas para mitigar (o acrecentar, al fin y al cabo todos somos un poco masoquistas) un poco el aburrimiento de los domingos en la mañana.
Quienes la han leído saben que se trata de la relación de una mujer mayor, criminal de guerra nazi analfabeta, con un adolescente al que inicia en el mundo del sexo a cambio de otorgarle el placer inalcanzable de la lectura. La mujer termina en la cárcel, mientras que el joven se convierte en abogado que sigue el juicio, y posteriormente le envía al reclusorio grabaciones de libros. Justo un día antes de recobrar la libertad, ella se suicida.
En el fondo, es una reflexión de la relación entre generaciones, en la que la mayor deja un legado de violencia como su historia de vida, y la menor, vacila entre aceptar como suya la culpa de sus padres o contemplar el pasado con ojos completamente extraños.
Que una sociedad asuma (o no) colectivamente una culpa es un asunto que toca su propia identidad, tal como lo prueba la Alemania de la postguerra, y que involucra mecanismos como el perdón, la reparación y la justicia como activadores o desaceleradotes de la culpa, así como la configuración de la memoria colectiva y la manera como se enfrenará el futuro. Y es un proceso que, como muestran, además, las experiencias de España y de América latina, puede durar generaciones en cerrarse.
Un profesor mío, ya mayor, a quien quiero, admiro y respeto a pesar de las discrepancias teóricas que hemos tenido sobre el conflicto colombiano, pronunció, hace ya muchos años en Madrid, en un Seminario que analizaba nuestro rumbo como nación, una frase que me conmovió. Dijo, “como van las cosas, me voy a morir sin poder ver el fin de esta confrontación que nos desangra. Esta será la terrible contribución de nuestra generación a la construcción de Colombia como nación”.
Yo ya comienzo a ser un hombre mayor, y de alguna manera comparto hoy la angustia de mi profesor. Y lo peor es que la generación que nos sigue, la de nuestros hijos, en el inefable transcurso del tiempo, parece adoptar la misma trayectoria.
Me consuelo pensando que la historia de una generación no es la historia de cada uno de los individuos que la componen y que no se trata de que la nuestra asuma en su totalidad una conducta delictiva, como ocurrió en Alemania. En Colombia, muchos defendieron y siguen defendiendo la democracia, la transparencia y el imperio de la ley.
Pero pienso que como colectivo generacional fuimos violentos o permisivos con la violencia, adoptamos muchas veces actitudes tolerantes con acciones criminales y hemos hecho de la indelicadeza (por decir lo menos) una forma de vida. Y que el modelo se reproduce, por supuesto con excepciones importantes y crecientes, en aquellos que están comenzando a asumir la conducción del país. Si las excepciones crecen hasta convertirse en regla, serán una generación de transición. Ojalá así sea.
Quizá nuestros nietos puedan tener la paz y los valores que nosotros no fuimos capaces de construir. Si ello ocurre, nos contemplarán con los ojos extraños de quien nada tiene que ver con lo sucedido y nos juzgarán con la severidad que nos merecemos. Otro país nacerá ese día, más generoso, tolerante e inclusivo. Cargarán nuestra historia, pero construirán otra libre de culpas. Ese día nos ganaremos un lugar en la historia de los pueblos.
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