Editorial
El Mundo, Medellín
Octubre 29 de 2009
Como dijo el primer ministro pakistaní, “matando a inocentes no minarán nuestra determinación, no se verá afectada. Vamos a seguir luchando”.
Esta semana arreciaron los ataques de las guerrillas talibanes en Afganistán y Pakistán, en un desafío a la alianza de Estados Unidos, la OTAN y la ONU en la búsqueda de la paz, la estabilidad social y económica y la consolidación de la democracia en esos dos países surasiáticos, desde donde, como se sabe, Osama Bin Laden pretende imponer sus designios contra Occidente, junto a su grupo Al Qaeda y todas las redes terroristas que le son afines.
No hay que olvidar que de allá salieron y allá se adoctrinaron y prepararon los comandos terroristas que ejecutaron los atentados en Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001; los del 11 de marzo de 2004 en Madrid; y los del 7 de julio de 2005 en Londres, para no hablar sino de los más importantes y que sacudieron la conciencia del mundo por el elevado número de víctimas, por tratarse de ciudades emblemáticas de la cultura de Occidente, y por el sello de crueldad inaudita contra miles de personas desprevenidas, sorprendidas cuando se dedicaban a sus labores o iban en dirección a su lugar de residencia, estudio o trabajo. El modus operandi de los terroristas es similar en todo el mundo, pues suelen aprovechar los lugares de grandes concentraciones humanas para generar pánico, desconcierto y muerte en grado sumo.
Impresionantes las escenas de muerte y destrucción transmitidas por la televisión mundial, tras el atentado con un carro-bomba en un concurrido mercado de Peshawar, en el noroeste de Pakistán, que dejó 90 muertos y más de 200 heridos. Se trata de la acción terrorista más sangrienta cometida en Pakistán en lo que va del año, luego de que el pasado 9 de octubre, otro ataque suicida en esa misma ciudad pakistaní dejara 50 víctimas mortales y varias docenas de heridos. El atentado coincide con la visita de tres días a Islamabad, iniciada ayer por la Secretaria de Estado de los Estados Unidos, Hillary Clinton, quien reaccionó de inmediato ofreciendo toda la solidaridad norteamericana con el pueblo y el gobierno pakistaní. “Esta lucha no es sólo de Pakistán. Los extremistas quieren destruir lo que nos es querido. Es también nuestra lucha. Estamos hombro con hombro con ustedes y les vamos a dar toda la ayuda que necesiten para conseguir el objetivo”.
Es evidente que el atentado tenía por objeto hacer una demostración de fuerza con motivo de la visita de la señora Clinton y también en rechazo a la reciente aprobación por parte del Congreso estadounidense de una ley que aumenta a 7.500 millones de dólares la asistencia a Pakistán en los próximos cinco años. El paquete de ayuda prevé el desembolso de 1.500 millones de dólares anuales, destinados a programas económicos y sociales en ese país. La ley, que como dijo la Casa Blanca fue el resultado de un acuerdo “bipartidista, bicameral y unánime en el Congreso”, despertó críticas de algunos miembros de la cúpula militar y de la oposición pakistaní en el sentido de que esa ayuda estaría implicando una “injerencia en los asuntos internos” del país asiático.
Una reacción por cierto muy característica de la oposición, especialmente de izquierda, en aquellos países en los que, como Colombia, quiérase o no, la ayuda estadounidense es indispensable para derrotar al terrorismo. Allá como aquí, se le combate con ahínco y resultados: según informes de prensa, el Ejército paquistaní logró derrotar a la guerrilla talibán en el valle de Swat e inició hace doce días una operación a gran escala en la región tribal de Waziristán del Sur, considerada el principal feudo de los terroristas. Como dijo el primer ministro pakistaní, “matando a inocentes no minarán nuestra determinación, no se verá afectada. Vamos a seguir luchando”.
El otro frente de batalla antiterrorista es Afganistán, donde, desde el derrocamiento del régimen talibán en el 2001, se adelanta una guerra contra los extremistas que, de llegar a fracasar, tendría consecuencias catastróficas no sólo para ese país sino para Occidente, según muy reputados analistas. Esta semana, la yihad islámica atacó la sede de las Naciones Unidas en Kabul, dejando seis empleados, dos agentes de la Policía y un civil muertos, y en agosto pasado, un atentado suicida contra el cuartel general de la OTAN mató a ocho personas y causó daños en las residencia del embajador. La serie de atentados ha llevado a algunos pesimistas a considerar no sólo el eventual fracaso de Estados Unidos y la OTAN en esa guerra sino el desprestigio de Naciones Unidas como máxima autoridad internacional que avala y supervisa su desarrollo.
No creemos en esos pronósticos, empezando porque el presidente Obama se muestra cada vez más decidido a enviar nuevas fuerzas a Afganistán y a comprometer a los aliados de la OTAN con más apoyos en la lucha contra el terrorismo, que allá también es financiado por el narcotráfico, a sabiendas de que, como decía su enviado especial para Afganistán y Pakistán, Richard Holbrooke, “la lucha en Afganistán será larga y mucho más dura que en Irak”, lo que ya es mucho decir. Lo cierto es que, dejar a los afganos solos sería entregarlos nuevamente en manos del despotismo talibán, y ese fracaso mayúsculo no se lo pueden permitir ni los EEUU, ni la OTAN, ni los 42 países – incluido Colombia – que tienen fuerzas allí con la decidida voluntad de ayudar a Afganistán a convertirse en un país estable, con instituciones democráticas fuertes y con un nivel de vida digno para sus habitantes.
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