Editorial
El País, Cali
Octubre 28 de 2009
De nuevo, una tutela pone en entredicho la credibilidad de la Justicia. Tiempo para preguntar hasta cuándo puede dilatarse una verdadera reforma judicial que detenga lo que puede convertirse en el colapso del Estado de Derecho.
La confrontación de ahora surge de un fallo de tutela contra una sentencia de la Corte Suprema que condenó a la congresista Arabella Velásquez por falsedad ideológica. Valida de la supuesta atribución para defender los derechos fundamentales, la Sala Disciplinaria del Consejo de la Judicatura, creada para vigilar a los abogados y al sistema judicial hasta cierto nivel, desconoció una decisión proferida por el que, según la Constitución, es el máximo tribunal en materia de justicia ordinaria, en este caso la rama penal.
Algunas semanas antes, la misma Sala había tomado idéntica decisión contra un fallo que condenó al representante a la Cámara Iván Díaz Mateus por el caso de la ‘Yidispolítica’. Es decir, había revocado condenas de la Corte Suprema, su juez natural y único, contra los congresistas que tienen entre sus atribuciones el elegir a los magistrados que componen ese tribunal. Ahora, el juez que debe hacer cumplir la sentencia de la ex congresista tendrá que resolver entre acatar la orden del tribunal que anuló la sentencia y la de la Corte que la condenó.
Esa es una consecuencia de la mala aplicación de la tutela, recurso extraordinario que se ha transformado en la vía usual para reclamar contra las decisiones del Estado, incluyendo las de los mismos jueces. Y ha sido así porque la gente no percibe que haya celeridad en el cumplimiento del deber de ofrecer recta y cumplida justicia. Pero en este caso se usa para eludir la acción de un juez, creando jurisprudencias propias y desconociendo la jerarquía establecida por la Constitución Nacional.
La Corte Suprema de Justicia contra el Gobierno y viceversa; el Consejo Superior de la Judicatura contra la Corte Suprema; la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes contra los jueces y los jueces contra la Comisión de Acusaciones; las cortes trenzadas en disputas por decisiones que superan los límites dentro de las cuales deben operar. Y en el medio una nación que se duele de la demora en resolver los conflictos entre los ciudadanos o que presenta unos alarmantes índices de procesos penales que no reciben sentencia definitiva.
¿No son suficientes esas razones para rectificar el tortuoso camino que transita la Justicia en Colombia y para corregir errores que permiten cosas como el abuso de la tutela? ¿Acaso no es hora de reconocer la equivocación de haber terminado con el Ministerio de Justicia, sustancial para manejar las relaciones entre los dos poderes públicos que hoy viven en pugna permanente?
La Justicia explica la existencia del Estado como árbitro de los ciudadanos. Pero lo que está viviendo Colombia, con fallos como el de la sala Disciplinaria del Tribunal o con los conflictos constantes, ya no parece reflejar ese principio. Por eso hay que solucionar los problemas sin amenazas de recurrir a instancias internacionales, lo que equivale a renunciar a la soberanía de la Nación.
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