Chris Patten*
El Tiempo, Bogotá
Octubre 29 de 2009
Al haber alcanzado una edad digna de jubilarme, tengo derecho a ser un viejo gruñón. Debería estar aburriendo a mis nietos y a los alumnos de la Universidad de Oxford, de la que soy rector, con rezongos sobre cómo todo se va a la ruina. Pero no es así precisamente como yo veo las cosas.
Ingresé a la universidad en 1962. Mi primer ciclo coincidió con la crisis de los misiles de Cuba. El mundo parecía estar tambaleándose al borde de una catástrofe nuclear. Aquellos eran los días en que la paz global estaba sostenida por un concepto convenientemente conocido por el acrónimo MAD (término que significa loco en inglés y se traduce como Destrucción Mutua Asegurada). ¿Ese mundo era peor y más peligroso que el de hoy, donde nuestra principal preocupación nuclear es cómo impedir la proliferación y afianzar el tratado que la disuadió durante la generación pasada?
Al final de mis años en Oxford, fui como alumno a Estados Unidos y visité Alabama. Tal vez ustedes recuerden la historia de Richard Nixon cuando asistió a los festejos por la independencia en Ghana. En una recepción de gala, se acercó a un invitado, confundiéndolo con un lugareño, y le preguntó qué sentía al poder votar y gozar de libertad bajo el régimen de derecho. "No sabría decirle", respondió el hombre. "Soy de Alabama".
Durante mi vida adulta, pasamos del asesinato de activistas por los derechos humanos en Estados Unidos a la elección de un presidente negro. No hay motivo para gruñir al respecto.
En otras partes, algunos de nuestros mayores problemas tienen una suerte de cualidad hegeliana. Son el resultado de haber podido solucionar problemas pasados, o de éxitos pasados. Consideremos, por ejemplo, el mayor desafío que enfrentamos, que merece ser llamado existencial: el calentamiento global y el cambio climático.
En el siglo pasado, el mundo se volvió más rico; su población se cuadruplicó; la cantidad de gente que vive en ciudades creció trece veces; y consumimos más de todo. El consumo de agua se incrementó nueve veces y el uso de energía, trece. La producción industrial escaló a 40 veces el nivel que tenía a comienzos del siglo XX.
Sin embargo, y aquí viene el verdadero impacto, las emisiones de dióxido de carbono aumentaron diecisiete veces. Ese es el mayor problema que enfrentamos -el resultado impensado de una mayor actividad económica y prosperidad-.
Analizar los preparativos para la cumbre de Copenhague en diciembre, cuando intentaremos sellar un nuevo acuerdo global para combatir el cambio climático, no me vuelve gruñón. Finalmente, los grandes actores se están tomando las cosas en serio. Estados Unidos ya no niega la cuestión. El presidente Barack Obama y sus asesores no niegan la evidencia científica de lo que nos está pasando a todos. En China, los líderes políticos parecen genuinos en su compromiso de reducir el contenido de carbono de su economía galopante.
Los grandes problemas, por supuesto, son cómo asumimos las responsabilidades pasadas por el carbono en la atmósfera, cómo equilibramos las emisiones nacionales adicionales y las cifras per cápita -China lidera en la primera categoría; Estados Unidos, Australia y Canadá son los mayores culpables en la segunda- y cómo administramos la transferencia de tecnología de las economías desarrolladas a las emergentes y pobres. Habrá mucho para lamentarse si no solucionamos estos problemas lo antes posible.
Aquí es donde los hombres mayores parecen haber superado sus fechas de vencimiento político. Permítanme explicar. Durante toda la vida, mi generación ha definido el éxito en términos de aumento del crecimiento del PIB: más dinero en los bolsillos, más recursos para programas públicos y más empleos. Nada de esto necesariamente será una medida del éxito futuro. Necesitamos hablar más sobre la calidad del crecimiento. El presidente francés, Nicolás Sarkozy, ha planteado esta cuestión, y tiene razón de hacerlo.
Yo no estoy diciendo que el crecimiento sea algo malo. Intenten decirles eso a los pobres. Pero lo que deberíamos promover es el tipo correcto de crecimiento -un crecimiento que no devaste nuestras perspectivas futuras-.
Tenemos que definir la sostenibilidad del crecimiento de maneras que creen una narrativa atractiva para nuestros ciudadanos. Actualmente, la gente aplaude el crecimiento sostenible, pero no vota por lo que implica en la práctica.
Los votantes alemanes ponen reparos ante cualquier sugerencia de que deberíamos limitar el daño ambiental causado por los autos grandes y costosos. Los votantes británicos se alinean detrás de los conductores de camiones cuando se lanzan protestas contra los aumentos del precio de la gasolina, mucho menos mediante la introducción de mayores impuestos a la energía. Las sugerencias de impuestos al carbono se topan con resistencia en todas partes.
Yo tengo cinco nietos de menos de cuatro años. Para cuando estén habilitados para recibir una pensión y una licencia para gruñir, el siglo ya habrá ingresado en su séptima u octava década. ¡Es de esperar! ¿Cuánto tendrán que enojarse entonces por la manera en que nos estamos comportando hoy?
*El último gobernador británico de Hong Kong y ex comisionado para Asuntos Externos de la UE, es rector de la Universidad de Oxford.
Copyright: Project Syndicate, 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario