Alberto Velásquez Martínez
El Colombiano, Medellín
Diciembre 2 de 2009
Las pocas democracias reales que hay en esta zona del hemisferio occidental, no pueden llamarse más a engaños. La sociedad establecida por Chávez con el dictador iraní Ahmadinejad, es la protocolización de un depósito de detonantes para alimentar conflictos que pasen del campo ideológico al marcial.
Chávez sabe para dónde va. Sus agresiones verbales las respalda con su acelerada carrera armamentista. Y busca toda clase de socios para querer intimidar a lo que llama el Imperio Yanqui. Encuentra en el señor de Irán, al déspota que le hacía falta para completar el combo de la camorra. Un delirante que como Chávez, no respeta las libertades. Que persigue los derechos humanos. Que discrimina y reduce a su mínima expresión a la mujer. Que se le acusa de crímenes contra la población infantil. Elegido bajo signos evidentes de fraude electoral.
Seguramente entre los presupuestos del autócrata iraní está el de utilizar a Venezuela como plataforma para construir sus armas nucleares. No disuasivas, sino que en manos de orates se tornan destructivas. Tan peligrosas como las de fuego en manos de párvulos. Venezuela aportaría el uranio -en el cual es rico- y la macabra tecnología la pondría Irán, país que va a construir 10 plantas de enriquecimiento de uranio, importándole un pepino la condena de la ONU. Y encontró en Venezuela el proveedor del elemento radiactivo con el cual montará la bomba atómica para animar los conflictos internacionales.
Con las 7 bases colombianas, que ocuparán a sus anchas los Estados Unidos, no solo se obsesiona Chávez y buena parte del continente latinoamericano, sino que con ellas se evidencia el sentimiento antigringo de la mayoría de las naciones que están entre el Río Grande y la Patagonia. Le ha faltado claridad y persuasión a los gobernantes estadounidenses para explicar y convencer que su misión es la de perseguir el terrorismo, antes que meter las narices en los destinos autónomos de las naciones americanas.
Estados Unidos parecería no sentirse mortificado con las agresiones de Chávez. Quizá lo despierte de su modorra el peligro que se establece con el comercio de uranio, rumbo a los laboratorios y experimentos iraníes. Deja que los berrinches chavistas los soporte con excesiva prudencia Colombia. El megalómano venezolano cierra fronteras. Viola toda clase de acuerdos comerciales, amparados por disposiciones internacionales. Tumba puentes.
Llama a sus gentes a prepararse para la guerra. De su país emigra la mano de obra profesional y sus empresarios dirigen sus inversiones a otras regiones. En las tiendas escasean los productos básicos de la canasta familiar. Así comenzó Cuba en los años sesenta del siglo pasado.
Entre tanto, Obama sigue rígido como una esfinge. El Congreso norteamericano congela el TLC. Congresistas demócratas reclaman disminuir la ayuda militar a Colombia. Mientras puedan comprar petróleo a Venezuela, que Colombia haga el gasto y soporte los agravios.
Es la moral calvinista. El poder del dinero sobre los principios de la ética pública y de la solidaridad con sus aliados.
Chávez sabe para dónde va. Lo seduce el ensayo cubano. Ve que Castro comienza a entonar el melancólico canto del cisne. Con el petróleo, aspira a ser su sucesor. Y para eso lanza su mirada hacia aquellos déspotas que como Ahmadinejad, pueden crecer el sindicato -ampliado hoy con Pepe Mujica, el tupamaro/presidente de Uruguay- que necesita mayores refuerzos para seguir buscando el imperio del populismo y de la represión que quiere imponer a troche y moche.
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