Mauricio Botero Caicedo
El Espectador, Bogotá
Febrero 14 de 2010
En su excelente libro False Economy (Riverhead Books, 2009), el editor de Comercio Exterior del Financial Times, Alan Beattie, hace un descarnado paralelo entre el desarrollo de Estados Unidos y el de Argentina.
Mientras el primero se convirtió en una de las economías más exitosas del planeta, el segundo pasó a la historia como la única nación que ha hecho tránsito del desarrollo al subdesarrollo. Beattie teje un fascinante recuento de cómo a Estados Unidos y Argentina les barajaron cartas del mismo naipe, pero el primero logró evolucionar de ser una potencia agrícola, a una industrial, a una informática y de servicios. A medida que el mundo se abría al comercio internacional, Argentina cerraba sus fronteras, llegando a imponer tarifas del 84% sobre todo bien o servicio importado. Para atender un mercado diminuto y de escaso poder adquisitivo, los peronistas se embarcaron en una política suicida de sustitución de importaciones. Paralelamente, buscando favorecer el voto urbano, los ‘justicialistas’ se dedicaron a gravar las exportaciones agropecuarias. Como ejemplo de las insensateces en el campo económico, Beattie relata que Perón suspendió las exportaciones de aceite de linaza. Dado que este aceite era un elemento esencial en la fabricación de pintura, los industriales norteamericanos presionaron al Departamento de Estado para que Argentina levantara la prohibición de exportar este producto. Perón, indignado, contestó que “si los gringos necesitaban pintar sus casas, que las trajeran a Argentina”. El resultado final del episodio es que los norteamericanos se dedicaron a sembrar masivamente linaza, desplazando a los argentinos de forma permanente en ese lucrativo mercado.
Más allá de la tragicomedia argentina, los logros del libre comercio son dramáticos: el Fondo Monetario Internacional estima que en las últimas dos décadas China y la India han logrado sacar a por lo menos trescientas millones de personas de la pobreza; y decenas de millones de personas en los países emergentes han logrado ascender a la clase media, todo ello gracias al desmonte de las barreras comerciales. De acuerdo con el economista Jeffry Sachs, existe una correlación directa entre el nivel de riqueza, el grado de apertura comercial y la libertad política. No es un accidente que todo país con un ingreso per cápita por encima de los 15.000 dólares sea una democracia representativa. Y si bien es un hecho que hay mayor desigualdad en muchos países, la reducción masiva de la extrema pobreza de lejos justifica el libre comercio.
Un agudo observador alguna vez señaló que para una nación, el cerrar las fronteras por medio de tarifas y otros obstáculos, evitando todo camino al libre comercio, es hacerse a sí mismo —en épocas de paz— lo que el enemigo hubiera impuesto en tiempos de guerra. Colombia puede escoger entre dos caminos: el de la autarquía, limitando severamente el comercio internacional (el camino que escogió Argentina, y que es el que recomiendan el senador Robledo y sus seguidores en el Polo); o continuar en la apertura y la busca de acuerdos de libre comercio, especialmente con los países más desarrollados. Hoy en día, el gobierno, la mayoría de los analistas económicos y los empresarios y los comerciantes respaldan de manera decidida los tratados de libre comercio con Estados Unidos, Canadá, y la Unión Europea, tratados que benefician al país en su conjunto, pero muy especialmente a los más pobres. Los economistas David Dollar y Aart Kray, en su estudio Trade, Growth, and Poverty, concluyen: “El crecimiento económico y el comercio son el más efectivo programa contra la pobreza que jamás haya existido”.
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