martes, 8 de diciembre de 2009

Madame de Stäel

Darío Valencia Restrepo

El Mundo, Medellín

Diciembre 8 de 2009

Una de las grandes biografías de nuestro tiemp o fue escrita por J. Christopher Herold en 1958 con el título Mistress to an Age – A Life of Madame de Staël. Con una minuciosa documentación, un penetrante análisis de personajes y hechos, y una cautivante prosa no exenta de fino humor, el autor nos recrea detalladamente la vida y obra de esta extraordinaria mujer (1766-1817) en el contexto de una época que incluyó la Revolución Francesa, el Régimen del Terror, el ascenso de Napoleón, las guerras que ensangrentaron a Europa y la restauración borbónica.

Hija de un próspero banquero suizo que con posterioridad sería encargado de las finanzas de Francia por Luis XVI y que tendría una significativa participación en los acontecimientos de 1789, Germaine de Staël causó asombró entre grandes personajes europeos por su cultura y capacidad intelectual, intransigente defensa de la libertad, inagotable energía para la conversación exquisita y la discusión sin tregua, y por libros como: los de exilio y viajes por Italia, Rusia, Inglaterra y Alemania (este último vaticinó la futura influencia del país en el continente y mereció un elogio de Goethe); la novela autobiográfica Delphine, cuyo tema central es la acusación a una sociedad que no permite a las mujeres ser ellas mismas; De la literatura, en el cual se ocupa de ideas del siglo XVIII y vislumbra casi todas las del siglo siguiente; y Consideraciones sobre los principales eventos de la Revolución Francesa, un trabajo monumental que la presenta como defensora de la moderación política, el imperio de la ley y el gobierno representativo, y donde señala que “Existe un pueblo que un día será muy grande: Estados Unidos”. Ha sido vista como la primera mujer en ejercer la crítica literaria y fundadora de los estudios de literatura comparada. En todas partes era acogida como una celebridad, no pocas veces como una heroína.

Calificada antaño como la primera mujer de Europa, hoy es llamada por la biógrafa Francine du Plessix como la primera mujer moderna.

Al igual que otras escritoras de aquellos agitados años que se opusieron a la subordinación de la mujer como expresión de una ideología represiva, Germaine fue una luchadora por su independencia y por el derecho a escribir y a participar intensamente en la vida intelectual, social y política de su tiempo.

Nada fácil en un entorno que reducía el papel de la mujer a la maternidad y la vida doméstica.

Baste recordar cómo Rousseau sostenía en su Discurso sobre el origen de la desigualdad (1755) que la mujer debía ejercer su poder exclusivamente dentro del matrimonio, en tanto que el hombre, como resultado de su superior fuerza, se expresaría en el ambiente de lo público y el gobierno.

Por aquellos días los salones para invitados en las grandes mansiones estaban a la orden del día. Germaine creció en tertulias de su madre que incluían luminarias como Diderot, D’Alembert, Gibbon, Buffon y Voltaire. Más tarde la hija emularía con éxito esta tradición gracias a sus famosos salones en París, Ginebra, su residencia de Coppet y prácticamente toda ciudad que visitaba. La lista de huéspedes, la mayoría de ellos grandes amigos o amantes, era casi un “Quién es quién” de la época: el zar Alejandro I, Wellington, Talleyrand, Fouché, La Fayette, Benjamin Constant, Schlegel, Byron… No pocas veces sus salones fueron escenario de conspiraciones, intrigas y oposición al gobierno (en De la littérature sentenció: “El intelecto no alcanza su plena fuerza a menos que ataque el poder”). En su visita a Weimar se trenzó en discusiones con Goethe y Schiller sobre metafísica e idealismo, en las cuales el primero estuvo comprensivo y hasta amable, el segundo reticente: “Ella desea explicar todo, aprehender todo, medir todo. Aquello que su antorcha no puede penetrar, no le constituye una preocupación”. Pero Gibbon por su parte le haría un bello encomio: “Con frecuencia me ayudó a encontrar mis propias convicciones”.

La pasión y el entusiasmo por mil cosas que le atraían llegaron a ser legendarios, las contradicciones patentes en escritos y actitudes. Sin par fue su exaltación del amor pero tiranizaba a sus amantes, con frecuencia a más de uno al mismo tiempo. El sufrido Constant diría: “Nunca he conocido una mujer más exigente sin darse cuenta de ello… La completa existencia de cada uno, cada hora, cada minuto, por años y años, debe estar a su disposición, pues en caso contrario ocurrirá una explosión como si se juntaran todos los terremotos y tormentas”.

Staël simpatizó con Napoleón al principio pero después rechazó enconadamente su autoritarismo e inescrupulosa sed de poder, algo singular cuando el corso se paseaba triunfalmente por buena parte de Europa. El emperador la detestaba pues en su machismo no concebía que una mujer se metiera en política y menos que se le opusiera, de modo que la obligó varias veces a alejarse de su amado París (ella podría haber parafraseado a Montaigne: “Soy francesa gracias a París”), y en algunas ocasiones se ocupó de sus libros incluso con el fin de ordenar la censura de pasajes.

Todavía en Santa Helena volvería sobre ellos y profetizaría con amargura: “Ella perdurará”.

En su lecho de muerte, Germaine insistía en presidir conversaciones y estimular las ideas de sus últimos huéspedes. A uno de ellos, Chateaubriand, le diría: “Siempre he sido la misma, vital y triste; he amado a Dios, a mi padre y la libertad”.

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