Eduardo Mackenzie
Blog Debate Nacional, París
Diciembre 1 de 2009
Antes de que la Operación Jaque le arrebatara a las Farc 15 de sus secuestrados más importantes, la estrategia de la oposición era desgastar al presidente Álvaro Uribe para quitarle, de hecho, el control del tema de los rehenes mediante la intrusión de otros actores, como Hugo Chávez. La idea era abolir la capacidad de decisión del mandatario colombiano para imponer otra desmilitarización de un pedazo del país y destruir así la bandera de la seguridad democrática. El acto heroico del 2 de julio de 2008 de los 11 militares desarmados frustró esos planes. Sin embargo, la oposición recentró su tiro y designó sin tardar otro objetivo, a la vez similar y diferente: hacer de la presidencia de la República un poder subordinado al poder judicial.
La estrategia de la oposición no es sólo impedir la reelección de Uribe. Es transformar la presidencia de la República, el principal cargo público de elección popular, en un poder subsidiario y endeble frente a un poder tiránico, no elegido por el pueblo, pero sí conquistado por dentro por la izquierda revolucionaria: el poder judicial. Sabotear la elección del Fiscal General, obligar a Uribe a designar candidatos que sean del gusto del presidente de la Corte Suprema de Justicia, es la manera de lograr ese desplome institucional.
Si esa estrategia triunfa, el paso siguiente será, tras las elecciones de 2010 y con la ayuda de un Fiscal del serrallo elegido por cuatro años, desmontar los otros factores del poder democrático, acentuar el terrorismo jurídico contra los militares y los congresistas (como lo confirmó “Timochenko” en un mensaje interceptado por el Ejército (El Espectador, 29 de noviembre de 2009), imponerle al país una tregua favorable a las Farc, una amnistía a Alfonso Cano, e imponer la censura de los medios de información. El resto, es decir, poner el país al servicio de Caracas, será menos difícil.
Esa tenaz marcha conspirativa está vigente desde hace más de un año. Y las consecuencias son patéticas. El aumento de la criminalidad en las grandes ciudades es el resultado del atolladero en que fue metida la Fiscalía acéfala. Los homicidios aumentaron un 50% en Medellín, en Bogotá un 25% y en Cali un 21%. La impunidad también crecio, a causa de la “deficiencia de investigadores, de equipos tecnológicos y otros elementos”, lo que hace que algunos delincuentes queden en libertad. “Hay gente que queda por fuera por vencimiento de términos”, explicaba una fuente de la Policía Judicial a El País (29 de noviembre de 2009). La pasada huelga larga de Asonal Judicial creó un caos que fue aprovechado por el crimen.
El daño se extiende a otros campos. Augusto Ibáñez no sólo bloqueó la elección de Fiscal General, e intenta retirarle al presidente de la República sus prerrogativas, sino que pretende, además, destruir la inviolabilidad del voto de los parlamentarios y su inmunidad. A pesar de que cinco millones de colombianos pidieron la celebración de un referendo, la Corte Suprema, en una decisión sin precedentes en la historia de las democracias, abrió una investigación a los 86 miembros del Congreso que habían votado el proyecto de referendo.
La Cámara de Representantes fue así objeto de una operación de intimidación. El miedo de ser castigado con una investigación judicial aberrante, en la que no cuenta la noción de cosa juzgada, y con pruebas amañadas y largas detenciones, pende sobre las cabezas de los congresistas. Ello busca impedir que la Cámara de Representantes se atreva a estudiar la posibilidad de acusar ante el Senado, como la Constitución lo prevé en su artículo 178, a los magistrados de la CSJ que violan la Constitución.
Ese lamentable estado de cosas, contrario a la democracia, fue constatado por la Unión Interparlamentaria (UIP) que realizó en estos días una visita a Colombia. Presidida por la senadora mexicana Rosario Green, esa comisión redactó un documento en el que reitera que es necesario garantizar juicios justos a los congresistas y que la inmunidad parlamentaria “existe en todas las legislaciones del mundo”. El documento dice: “Expresamos una inmensa preocupación por las enormes facultades que hoy tiene la Corte Suprema de Justicia en Colombia. Si los colombianos decidieron dárselas, es un acto soberano, pero nuestra mayor inquietud es que en medio de la puja tan fuerte que hoy existe entre el Poder Ejecutivo y la Corte Suprema de Justicia, con el tema de la reelección presidencial de fondo, los que quedaron en la mitad de la pugna son los legisladores”.
La cruzada de Augusto Ibáñez creó esa situación. Exigirle al futuro Fiscal General condiciones que la Constitución no exige es desafiar el orden jurídico. Ibáñez había llegado a un acuerdo con el presidente Uribe para poner fin a esa crisis. Pues Uribe había aceptado cambiar a uno de los tres candidatos. Súbitamente, Ibáñez negó la existencia del acuerdo. El presidente concluyó que Ibáñez era un “mentiroso” y un incapaz de "administrar justicia" y que él tenía testigos de ese acuerdo. Ibáñez parece convencido de que podrá hacer todo eso impunemente, pues ninguna sanción recaerá sobre él y su grupo.
El momento para actuar de esa forma fue escogido con perversidad: cuando las fronteras de Colombia son más amenazadas que nunca por la dictadura chavista, cuando las Farc aprovechan el desmadre judicial para golpear a la población civil (acaban de quemar vivas a nueve civiles, incluidos dos niños, en el Cauca, en medio de la indiferencia de la opinión internacional), y cuando los colombianos tienen la sensación de que una minoría intrigante quiere robarles el candidato de su preferencia, Álvaro Uribe, a pocas semanas del inicio de una campaña electoral decisiva. La actitud de la CSJ tiene a la justicia paralizada. Lamentablemente, la Constitución no prevé una salida para tal tipo de crisis.
La Constitución de 1991 será modificada un día. El Fiscal (si se conserva ese cargo) deberá ser designado por el presidente de la República, como ocurre en otras democracias. En Estados Unidos, el presidente de la República es quien designa a los nueve jueces vitalicios que integran la Corte Suprema de Justicia, cuando se presenta una vacante. Esos magistrados son confirmados por el Senado y sólo pueden ser destituidos por el Congreso. También el presidente de la República designa a otros magistrados, entre ellos a los miembros de las Cortes de Apelaciones.
Pero redactar una nueva Constitución no basta. El país debe abrir, además, una fase de reeducación democrática masiva, en todas las esferas de la sociedad, sobre todo a nivel político y universitario. Se trata de un esfuerzo de voluntad política y de voluntad de la sociedad civil, concertado con la nueva Constitución.
Colombia no sale indemne de 40 años de un activismo extremista, legal e ilegal, panorámico y profundo, impartido por bandas armadas como las Farc y los otros organismos de subversión que el país ha padecido. Los cimientos de la sociedad han sido sacudidos, debilitados. La extraña crisis institucional que vive hoy Colombia, el bloqueo frente a esos desafíos, la indiferencia de los medias ante las atrocidades de las Farc, y las amenazas bélicas en las fronteras, no cayeron del cielo.
Sin una fase de rehabilitación masiva de los valores democráticos, que saque a flote, una vez más, el republicanismo liberal-conservador, la libertad, el derecho, la verdad, la convivencia ciudadana, la solidaridad humana y el respeto del individuo, Colombia no saldrán adelante. Latinoamérica tampoco. Pues esos valores han sido eclipsados por las supercherías de la revuelta marxista, trabajo que está siendo reforzado ahora en proporciones gigantescas por el Estado chavista y por el eje anti-Occidental que lo apoya.
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