Editorial
El Colombiano, Medellín
Diciembre 15 de 2009
Con preocupación hay que admitir que en Colombia aumentó el consumo de drogas ilícitas, al punto de convertirse en un problema prioritario de salud pública. Así se concluye del Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, realizado en el segundo semestre de 2008.
Nuestro país está por encima, en un 130 por ciento, de la media mundial en consumo de cocaína, y en un 50 por ciento en uso de éxtasis, con el delicado ingrediente que son nuestros jóvenes, entre los 18 y 24 años, los más afectados.
Ante semejante panorama, el Gobierno del Presidente Uribe impulsó una reforma constitucional para prohibir el porte y consumo de estupefacientes, iniciativa que finalmente fue aprobada por el Congreso, luego de cinco intentos fallidos. Los contradictores de esta nueva legislación argumentan que la prohibición aumentará el consumo. Craso error, por cuanto las drogas ilícitas no son dañinas por estar prohibidas, sino que se deben prohibir porque son realmente dañinas.
Así lo han entendido las sociedades más avanzadas luego de ensayar regulaciones benignas sin lograr reducir el consumo, y han optado por una solución más dura, pero preventiva y rehabilitadora. En Francia, Inglaterra, Grecia, Finlandia y Suecia está totalmente vetado el consumo. En Bélgica, España, Irlanda, Holanda, Luxemburgo y Portugal, hay prohibición parcial.
Sorprende que algunos de los reconocidos y confesos consumidores de la dosis mínima pretendan minimizar sus efectos nocivos. Si ellos no han sido perjudicados, sí deberían tener en cuenta el mal que causan a la sociedad al permitir quel surga el negocio del microtráfico y su secuela de violencia urbana. Además del daño individual que a los simples mortales sí les puede originar el uso de estupefacientes.
Colombia está en la obligación de demostrarle al mundo que no acepta el consumo de narcóticos. De lo contrario, ¿dónde quedaría la coherencia del país entre la política nacional e internacional en la lucha contra el narcotráfico? ¿Cómo pedir la solidaridad en el combate contra la cadena de la droga, si en nuestras propias calles se permite el consumo mínimo, amparado en el mal comprendido goce de la libertad humana?
Celebramos el espíritu que orienta esta nueva enmienda constitucional de prevención, rehabilitación y educación, para crear una conciencia de rechazo al consumo y fomentar el autocontrol, unida a políticas públicas que lleven a su erradicación. Vemos adecuado el tratamiento diferente que se le dará a quien consume y a quien vende la droga: el consumidor no será sancionado con cárcel, sino que el Estado ofrecerá medidas pedagógicas, profilácticas o terapéuticas, según el grado de dependencia.
El jíbaro, pequeño distribuidor de la droga, será perseguido. El Gobierno no puede dejar el más mínimo resquicio que impida sancionar en forma drástica, con cárcel, a quien produzca, distribuya y venda drogas ilícitas. Al haberse permitido la dosis personal, los narcotraficantes hábilmente han vendido determinadas cantidades de estupefacientes bajo una aparente legalidad, escudándose en la citada dosis mínima.
Hemos sostenido en anteriores editoriales que sería irresponsable continuar con la tesis del libre desarrollo de la personalidad como motivación para permitir el consumo. Entendemos la libertad como la potestad de hacer lo que debe hacerse, no lo que la persona desee, y menos aún si realiza actos que lo conducen a su degradación y a la de la sociedad. Ya era hora de ponerle fin a este exceso. Una cosa es la libertad y otra bien distinta el libertinaje. Por eso hay que contar con leyes que ante todo busquen preservar la vida. Prevenir para no castigar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario