Editorial
El País, Cali
Diciembre 12 de 2009
Al aprobar la prohibición del porte y consumo de la dosis mínima de estupefacientes, el Senado de la República dio un paso necesario en la lucha que Colombia tiene que mantener contra la adicción a las drogas y el narcotráfico.
Porque no se puede asumir como una mera coincidencia que desde que el tema fue cubierto por el manto del libre desarrollo de la personalidad el país pasó de ser un consumidor bajo a uno de consumo medio, al punto que hoy nuestra Nación tiene la población universitaria que más usa sustancias psicoactivas entre la comunidad andina.
Una realidad que se palpa en el auge de lo que las autoridades denominan el microtráfico, la manera en que ahora se conoce la venta de estupefacientes al menudeo. Y que se vive en ciudades como Cali, donde cada vez es más común ver hordas de jóvenes perdiéndose en las garras de la marihuana o el bazuco sin que el Estado haga algo más que decomisarles aquello con lo que se están matando.
Era claro entonces que el Gobierno y el Congreso tenían que actuar. Y está bien que lo hayan hecho partiendo de la base de que la adicción a los fármacos es una enfermedad y que el sistema nacional de salud está en la obligación de atenderla. De hecho, que el número de consumidores de drogas ya sume medio millón de colombianos debería ser asumido como un problema de salud pública.
Pero no se puede decir que la tarea esté completa. Porque si bien se avanzó en este aspecto, hay quienes aún no están convencidos de que la prohibición de la que habla la reforma constitucional aprobada esta semana sea suficiente para combatir a los jíbaros, que son los que están detrás del microtráfico y quienes se quedan con el 20% de las ganancias que deja la comercialización de droga en el país.
Y en cierta medida tienen razón, ya que aunque lo acordado por el Legislativo ordena el aumento de penas contra ellos, es ambiguo en el manejo que dispone para los adictos, ya que prohíbe el porte y consumo de la dosis mínima, pero no lo penaliza. De manera que los traficantes ‘menores’ podrían seguirse camuflando entre los drogadictos, sin que la Policía pueda actuar en su contra.
Es por eso que la única forma de quitarles la razón a quienes aseguran que la reforma constitucional es un canto a la bandera, es redactando una reglamentación que aclare el alcance de la misma, disponga los recursos necesarios para su aplicación y obligue a su cumplimiento.
En primer lugar, porque nada se gana con que las autoridades persuadan a un adicto de que reciba el tratamiento que contempla la ley, si los hospitales carecen de los fondos que demanda esa labor. Y porque la forma de exigirles a las autoridades que actúen eficazmente contra quienes aprovechan un mal entendido derecho al libre desarrollo de la personalidad para incitar al consumo a los jóvenes y sacar ventaja de las debilidades de los drogadictos es que tengan las herramientas para hacerlo.
Pero incluso así la sociedad colombiana no puede perder de vista que la prevención y la educación siempre serán la mejor forma de evitar que el demonio de las drogas siga arrastrando más vidas humanas, ya sea por los estragos que produce la adicción a los estupefacientes o por la violencia que genera su comercio.
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