Víctor Arteaga Velilla
El Mundo, Medellín
Enero 29 de 2010
¡Qué amable resulta el recuerdo, más allá de la memoria, de Anton Chejov! El pretexto ahora es el sesquicentenario de su nacimiento. ¡Suerte feliz de coincidencia! Nacía un día como hoy, el 29 de enero, trascripción al calendario gregoriano del 17 georgiano, de 1860, en Taganrog, a orillas del Azov, descendiente de una modesta familia de pequeños comerciantes.
Dicho sea de paso, Chejov moría el 2 de julio de 1904, en Badenweiller, Alemania. En “Tres rosas amarillas”, Raymond Carver, el interesante, pero malogrado, cuentista norteamericano, recrea con acierto sus últimos días en este balneario de la Selva Negra, próximo a la suiza Basilea, hacia donde se encamina con su mujer, la actriz Olga Knipper, tratando de encontrar remedio para su “mortal tuberculosis”.
Graduado en medicina en Moscú, apenas recién cumplida la veintena decide el destino que marcará el rumbo de su existencia: la escritura de relatos, preferentemente cortos, muy cortos, con excepciones honrosas (“La dama del perrito”), así como la composición de piezas de teatro.
El cuento y el teatro de Chejov introducen un nuevo paradigma en la literatura rusa, tan orientada hacia matices más convencionales en sus tópicos y canónicos en su tratamiento: el sicologismo de Dostoievski, el sociologismo de Gorki, el ideologismo de Turgueniev, el historicismo de Tolstói.
La pluma de Chejov no explora en las zonas más profundas del alma humana, a lo Dostoievski, ni pinta las vicisitudes de las relaciones entre los hombres, a lo Gorki. Chejov no asume posturas morales, mucho menos políticas, a lo Turgueniev, ni se ocupa de eventos históricos que determinan la emergencia ni precipitan el colapso de castas de tradición, a lo Tolstói. Chejov apuesta por las historias más triviales y domésticas de los personajes más cotidianos, los antihéroes de la trivialidad y la domesticidad: aquellos que no son muestras representativas para la clínica de la siquis, que poco valen en los grandes escenarios sociales, que caminan desnudos de poder y a pie descalzo por los caminos del tiempo sin apenas incidir en él; los que no suman ni multiplican, los que, en lugar de vivir, luchan por sobrevivir, los que, despreocupados de pasar por la vida, más bien dejan pasar la vida por ellos, cargados con el fardo de una existencia insignificante y descolorida.
Chejov es precursor del decadentismo simbolista, a la saga de los “malditos” franceses, que rompe con la mayor farsa de la existencia: la esperanza. Esperar, ¿para qué? Los personajes de Chejov, sin militar en la religión del nihilismo, deciden renunciar a la esperanza para no recibir el golpe de la frustración, porque, entonces, no les quedaría otra salida digna distinta del suicidio. Los personajes de Chejov no tienen alternativa: esperanza o fracaso. El grito de los personajes de Chejov es unánime: no esperar para no fracasar. La caña del fracaso es la proporción de la esperanza insatisfecha. “Un informe”, “Medidas sanitarias”, “Ensueños”, “El feliz mortal”, “La mujer del boticario”, “El marido”, son algunas evidencias mínimas.
El censo del país de Chejov es melancólico, abúlico, rayano con lo deprimente, no siendo él un autor que instigue, siquiera mueva, al vacío o el sinsentido. Tiene el mérito de suspender al lector entre su invención agónica (el personaje, la situación) y su creación estilizada, fina, reverente (la fluidez de la escritura, el peso por sí de sus historias). Chejov es un autor feliz de tramas y seres infelices.
Cada cuento de Chejov es una pequeña pieza teatral, abigarrada hasta la intensidad más intensa. Cada obra de teatro de Chejov (“El jardín de los cerezos”, “El espíritu del bosque”, “Tres hermanas”, “La gaviota”, “Tío Vania”, “Platonov”…) es una novela, una epopeya que domestica hasta la familiaridad más íntima la pretensión de grandeza, la pose de heroicidad, el seudoperfil de hazaña de los eventos narrados para ser escenificados. Hacer de su narración teatro y de su teatro narración es sólo virtud de un maestro genial. Maestría y genialidad convergen en Chejov.
Pero, en última instancia, la verdadera magia de la bienaventuranza literaria de Chejov radica en la cimera belleza poética con la que toca finalmente sus relatos y sus dramas. En efecto, la delicadeza de su lenguaje, el apasionamiento de sus personajes, la sutileza que emplea en el deslizamiento hacia los epílogos insospechados de sus historias, la reciprocidad en la amorosa devoción, contemplativa e inagotable, de sus amantes, los ya establecidos y los por establecer, hasta los fatigados y los que buscan algo más en el mismo o en alguien más y distinto, son las notas que definen la manera de Chejov, las que derraman de gracia y dicha su obra y su manera tan particular de haber sido.
Años después de su muerte, su viuda escribió: “Chejov fue cada uno de sus personajes; sus historias logran conmover porque fueron su propia historia. Chejov escribió lo que fue, escribió lo que vivió”.
Hoy, 29 de enero de 2010: sesquicentenario de Chejov. A la manera de Gorki, “mucho se puede escribir sobre Chejov, pero sería necesario un estilo neto y muy fino, y yo no me siento capaz… Reconforta el recuerdo de semejante hombre; inmediatamente el valor vuelve a la vida y toma un sentido claro. El hombre es el eje del mundo. ¿Y sus vicios, sus defectos?, dirán. Estamos todos hambrientos de amor por la humanidad, y cuando se tiene hambre, aun el pan duro, parece bueno”.
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