Sergio de la Torre
El Mundo, Medellín
Enero 31 de 2010
Harto morosos se muestran los partidos que aún no han depurado sus listas congresionales, atendiendo el reclamo, cada vez más vehemente, de los medios, los círculos académicos y las entidades cívicas que oficiosamente ejercen veeduría y certifican la limpieza del proceso electoral. Tales partidos están dando inquietantes señales de indecisión, como si no se atrevieran a enfrentar un fenómeno que se ha generalizado casi hasta el punto de invalidar la democracia: el fenómeno de la corrupción rampante y el intercambio concomitante de complicidades que para practicarla y encubrirla se da en las tres ramas del Estado y en los organismos de control (Procuraduría, Contraloría y Fiscalía) llamados a cautelar el tesoro público y vigilar la conducta de los funcionarios encargados de su manejo y aplicación. El juego es simple.
Apelando a las mañas y subterfugios acostumbrados a favor de quien está previamente escogido, estos últimos asignan la contratación, el parlamento y los organismos de vigilancia la consienten no fiscalizando a tiempo, y los jueces involucrados, llegado el momento de juzgar con el rigor debido esas conductas y de fallar sobre los contratos en litigio, aúpan a los grandes contratistas incumplidos o tramposos, contra los intereses del Estado y la sociedad. Y todos ganan. ¡Bendito sea el sistema de pesos y contrapesos! Lo rapado al fisco por concepto de sobreprecios y comisiones se irriga por doquier, abarcando a los servidores públicos que intervinieron en la contratación, bien como ejecutores, bien como supervisores y, finalmente, como falladores en caso de pleito o demanda. Y ello ocurre a todos los niveles, tanto en la gran contratación (de cuyos cuantiosos, abismales desfalcos cada semana tenemos noticias con nombres y siglas que se repiten, porque siempre son los mismos en este país donde reina dizque la igualdad de oportunidades) como en las adjudicaciones medianas.
Pues bien. La campaña de mucho aspirante se está financiando así y hasta la de partidos enteros que, no por haberse improvisado para el momento, dejan de sacudir la conciencia ciudadana porque surgen como refugios de ocasión o, mejor dicho, como vehículos desechables para elegir a quienes allí encuentran cabida tras no ser acogidos en otras agrupaciones menos crapulescas e inescrupulosas.
El dinero, que todo tiende a dañarlo, ahoga también la libre expresión de la voluntad popular, cuando de comicios se trata. Indefectiblemente lesiona el principio de igualdad y rompe el equilibrio en la competencia democrática, que es lo que le brinda credibilidad. La puja por las curules se alimenta ahora con fondos de muy diversa procedencia. Los hay que salen del propio bolsillo, cuando le sobran al aspirante para costear la labor proselitista que, por lo onerosa que se ha tornado en Colombia, ya no es oficio para todo el que quiera incursionar en él, como lo establece la Constitución cuando, a la par con el elegir, nos otorga el derecho a ser elegidos, sin parar mientes en si podemos o no. Hay también las donaciones del “sector privado”, que aquí alegremente se reputan sanas, ignorando que también afectan la equidad que debe presidir el juego. Estas dos fuentes, así provean dineros limpios, le restan autenticidad y le dan un cierto sabor elitista a la elección.
Y henos aquí con las otras dos fuentes de financiación: el narcotráfico y la que se nutre en la corrupción administrativa. De la primera y sus efectos nefastos en la política ya todo se ha dicho, porque todo, hasta lo más abominable, se ha vivido y padecido. Lo que hoy nos preocupa, por ser lo que está afectando a los comicios venideros (al extremo de que puede decidir su resultado y hasta determinar la mayoría en pro de una tendencia, cualquiera que ella fuere) es la corrupción administrativa y el dinero que de allí sale a chorros. Ya no es solo el viejo clientelismo, que pervierte primordialmente la votación rural. Ahora son los grandes negocios y contratos arriba mencionados, que proveen recursos incalculables. Los de los departamentos y sus ciudades capitales, que tanto influyen en la escogencia de los parlamentarios, según las preferencias de los gobernadores y alcaldes. Y los de la nación, que inciden también en la elección o reelección de los congresistas y repercuten sobre las candidaturas presidenciales, de acuerdo con los designios secretos del príncipe y de su camarilla. Los cuales, de paso sea dicho, no está excluido que puedan obrar a favor de él mismo, en una coyuntura que como la actual, no ofrece ni puede ofrecer garantías ciertas para todos los contendientes por igual.
La ciudadanía debe repudiar esta modalidad específica de financiación política que se origina en el manejo torcido y fraudulento del presupuesto, el gasto y la inversión estatales. Los dineros públicos son sagrados porque son de todos. Y en manos de todos está el poner coto a este mal que cobra cada vez más fuerza y virulencia, hasta el punto de amenazar la democracia misma en sus cimientos.
Los propios partidos, al menos los conocidos por su vieja trayectoria, deben denunciar no solo la proliferación de vallas sino la inducción del electorado a través de la publicidad y propaganda en las múltiples formas que asumen en la radio, la televisión, la prensa escrita, los fastuosos desfiles motorizados, las camisetas a tutiplén, los ágapes y comilonas sin tasa ni medida. Pues todo ello son los primeros síntomas de lo que viene después: la compra directa de votos y hasta la manipulación del escrutinio en sus varias etapas mediante el soborno a los funcionarios propensos a la dádiva.
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