Moisés Naím
El Tiempo, Bogotá
Enero 24 de 2010
El 2010 quedará en la memoria como el año más trágico en la historia de Haití. También será el año en que más dinero llegará a ese país. Es imposible ver las imágenes que nos llegan y no sentir una inmensa necesidad de ayudar. Millones de personas en todo el mundo así lo están haciendo, al igual que sus gobiernos. Si bien estas reacciones son normales -recordemos la masiva respuesta al tsunami en el océano Índico- en este caso la ayuda se ha visto aún más potenciada por las nuevas tecnologías.
Las imágenes nos estimulan a reaccionar y las nuevas tecnologías hacen muy fácil ayudar. Por Twitter circula el mensaje "Escribe HAITI y marca 90999 en tu móvil para donar 10 dólares a la Cruz Roja". En pocas horas, un millón de personas en E.U. enviaron este texto, aportando así 10 millones de dólares que fueron cargados a sus cuentas telefónicas y transferidos a la Cruz Roja. Esta organización informa que los fondos que está recibiendo para Haití superan a los de otras catástrofes. Los aportes de gobiernos, instituciones internacionales y empresas también han sido instantáneos y masivos. Dinero, medicinas, comida, maquinaria y personal especializado no van a faltar. Lo que va a faltar es la capacidad para usarlos eficazmente. Desgraciadamente, la experiencia demuestra que también decaerá la voluntad de la comunidad internacional para mantener el apoyo a Haití una vez que los muertos estén enterrados, los huérfanos desaparezcan de las pantallas de televisión y los periodistas se hayan ido a cubrir nuevas tragedias.
Y esta es la segunda consideración: el dinero y la ayuda internacional son indispensables, pero no suficientes. Las toneladas de medicinas que se acumulan en el aeropuerto de Puerto Príncipe no sirven de mucho si no están conectadas a una red de distribución que las haga llegar a tiempo adonde hacen falta. Y esas redes de distribución no existen. El terremoto ha sido la estocada final a un sistema que ya había sido devastado por décadas de miseria, corrupción y desgobierno. Por eso, ayudar a Haití a tener la capacidad de ofrecerle los servicios básicos a su población -agua, electricidad, salud, policía, escuelas- es el verdadero reto post-terremoto. La reconstrucción de viviendas, escuelas, hospitales y oficinas de gobierno que se derrumbaron será difícil y costosa. Pero no tanto como la construcción de las instituciones que le den al país una mínima capacidad de funcionamiento.
La tercera consideración es que las organizaciones extranjeras que trabajan en Haití son a la vez beneficiosas y nocivas. Antes de esta última tragedia, la espantosa situación del país más pobre y disfuncional de las Américas ya lo había transformado en el destino prioritario para todo tipo de organizaciones no gubernamentales. David Brooks escribe en The New York Times que Haití es el país con más ONG per cápita en el mundo. Esto, por supuesto, es muy bueno. Lo malo es que no hay gobierno que las coordine y que la presencia de tantas entidades foráneas con más fondos, personal y capacidades que la propia administración local hacen aún más difícil la labor de gobernar. Un problema aún mayor es que no todas las organizaciones atraídas por el caos de Haití son instituciones benéficas. También han llegado los narcotraficantes. Haití se ha convertido en el lugar preferido para el transbordo de las drogas que van de los Andes a Estados Unidos. Algunos de los personajes que más influyen en la política y la economía haitianas residen en México y Colombia: son los capos de la droga. A ellos el terremoto no los ha afectado.
Cuarta consideración: Hay que ayudar a la República Dominicana. A veces los terremotos también producen tsunamis. Y el de Haití va a producir un tsunami de gente sobre la República Dominicana. Este país, más próspero y mejor gobernado que su vecino, es también muy pobre, y sus frágiles instituciones no son capaces de atender adecuadamente a la población. Inevitablemente, la catástrofe de Haití va a estimular aún más la emigración de haitianos a la República Dominicana, aumentando la presión social y las demandas sobre los ya desbordados servicios públicos. Descuidar a este país ahora puede empujarlo a una costosa crisis social y política.
La ultima consideración es que, a pesar de todo lo anterior, la comunidad internacional y los haitianos nos pueden dar una sorpresa. La comunidad internacional puede aprender de sus errores y aplicar las lecciones a lo que va a hacer en Haití. Los recursos, nunca suficientes, no serán tan escasos como lo han sido hasta ahora. Los haitianos y su dinámica diáspora pueden reconocer que esta tragedia ofrece una oportunidad única para cambiar la trayectoria de su país. Este escenario optimista es poco probable. Pero no es imposible.
* Editor de 'Foreign Policy'
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