Darío Ruiz Gómez
El Mundo, Medellín
Enero 25 de 2010
“Existen en la cultura política moderna dos grandes modelos de convivencia. La de la dialéctica amigo-enemigo es una cultura bélica, de destrucción del adversario, con el que sólo cabe el exterminio desde el odio y la imposibilidad de reconciliación. Es el modelo totalitario de enemigo sustancial. La de las sociedades liberales, democráticas y sociales es una cultura de respeto a la dignidad humana, a la tolerancia, a los valores, principios y los derechos, al sufragio universal, a la Constitución y a la ley”, nos recuerda el catedrático español Gregorio Peces-Barba. No deja de llamarme la atención que en recientes artículos dos importantes artistas plásticos colombianos citen el nombre de Carl Schmitt y su teoría del enemigo como algo loable, revolucionario.
Nadie niega la importancia de este pensador pero no puede aceptar un demócrata que esta idea que utilizó el nazismo pueda retomarse irresponsablemente. Lo que recuerda Peces-Barba es algo que no solo caracteriza el totalitarismo de derechas, sino al totalitarismo de izquierda parapetado en el ejercicio permanente de la dialéctica del odio, inculcado a los niños, a los adolescentes a través de escuelas y colegios, y desde luego universidades, bajo el sofisma de concienciarlos sobre la realidad del país. Eufemísticamente, a esta dialéctica se le ha disfrazado bajo el concepto de lucha de clases, reivindicaciones étnicas, emancipaciones de género. Actitud que conduce no a la identidad con unos valores sino al resentimiento social, al complejo de inferioridad, o sea a la amargura y la frustración.
“Son dos modelos enfrentados, incompatibles, desde visiones del individuo y de la sociedad contradictoria. En el primero el centro es la autoridad indiscutible del que decide, del dictador. En el segundo es la persona como igual como titular de la soberanía”. ¿No conduce esta dialéctica del odio a la peor violencia contra el individuo? ¿Se le puede pedir a un educador cuyo modelo político es Castro o Chávez que tenga tolerancia a las ideas contrarias a la suya? Lo verdaderamente deplorable es que este maniqueísmo haya permeado a importantes medios de comunicación, tal como sucedió con el reciente caso de Agro Ingreso Seguro, donde algunos locutores y columnistas terminaron creando una confusión respecto a los responsables –que lo son- al desacreditar a una aspirante por el hecho de ser rica, como si éste fuera el mayor de los delitos. Odio al rico como expresión de esta explosión de rencor que puede conducir a lo peor, alimentado por personajes que, paradójicamente, viven, o al menos quieren vivir en la mayoría de los casos como ricos.
Declarar como enemigas a las instituciones, desacreditar los valores, al policía, al soldado, socavar la democracia es un proceso que nos tiene hoy al borde de una sin salida que no es económica sino moral, pues una sociedad sin valores termina por caer como lo estamos haciendo en la delincuencia. Revel calificó esta ingenuidad de las democracias a defenderse como la entrega de los espacios del diálogo a los portadores del odio que se benefician de la libertad y de la tolerancia. La democracia supone la presencia de los mejores espíritus, preparados por una sana emulación de la inteligencia a través del conocimiento, mientras la mediocridad que caracteriza a los propagadores del odio es una consecuencia directa de su ignorancia. La reconciliación bajo estas circunstancias es algo imposible cuando el mismo ejercicio de la justicia obedece más a los razonamientos del resentimiento que a la visión universal de la justicia.
¿Cuál de estos modelos hemos escogido? Si los medios de comunicación han elegido el más fácil, el de la dialéctica del odio, el deterioro de la poca vida democrática que nos resta, la función de la cultura seguirá cayendo en el espectáculo, en la pantomima periodística de acusaciones sin fundamento, en el populismo, o sea, en la hostilidad, en el señalamiento de enemigos inventados.
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