Ian Vásquez *
El Tiempo, Bogotá
Enero 25 de 2010
El desastre humanitario en Haití ha generado, como debía ser, amplias muestras de apoyo por parte de la comunidad internacional. Pero la tragedia también debería provocar indignación ya que la destrucción masiva, el sufrimiento y la pérdida de vidas podían haberse evitado en gran medida.
Los desastres naturales, como los huracanes y las inundaciones que regularmente han azotado a Haití, han castigado a la humanidad a lo largo de la historia. Conforme el mundo ha prosperado, también ha aumentado la capacidad para enfrentar estas calamidades: las muertes anuales debido a desastres naturales han disminuido en un 96 por ciento desde los años veinte.
El crecimiento económico ha hecho posible que países alrededor del mundo, e incluso cada vez más naciones en vías de desarrollo, mitiguen el daño causado por los "actos de Dios". El crecimiento tradicionalmente viene acompañado de construcciones más resistentes, esquemas de aseguración de bienes, una mejor infraestructura, una economía más diversificada, una mejor habilidad de responder a las emergencias, acceso a ahorros y crédito, entre otras cosas. Desafortunadamente, el crecimiento ha eludido a Haití. A pesar de recibir más de 8.400 millones de dólares en ayuda externa desde 1980, Haití es más pobre hoy de lo que era hace 30 años.
¿Por qué Haití es tan vulnerable? Sus políticas económicas autárquicas y sus instituciones disfuncionales han mantenido a los haitianos pobres. Mientras que países en vías de desarrollo alrededor del mundo han implementado reformas económicas y aumentado su crecimiento considerablemente aprovechando la globalización, Haití no lo ha hecho. Se encuentra en la mitad de naciones con menor puntaje en el índice de libertad económica del Fraser Institute y su nota no ha mejorado desde 1980. La falta de libertad crónica explica en gran parte la naturaleza precaria de la vida de los haitianos.
Pude observar esto en una visita a Haití hace cinco años, poco después de una rebelión popular que sacó del poder al autocrático presidente Jean Bertrand Aristide, a quien Washington había regresado al poder en la década de los noventa como parte de un esfuerzo por promover la democracia.
Fui testigo del nivel extremo de disfuncionalidad en Haití. Casi nada funcionaba correctamente. El agua distribuida por tuberías no era confiable o no existía del todo, por lo que los haitianos cargaban galones de agua o dependían del líquido distribuido por camiones cisterna. El servicio eléctrico era esporádico. Los haitianos que podían pagarlo dependían de generadores que funcionaban con gasolina, el resto se quedaba sin luz o utilizaban lámparas de keroseno. Una inspección visual de la capital Puerto Príncipe por la noche sugería que aproximadamente solo un tercio de la red de electricidad estaba funcionando.
La seguridad pública no solo era poco confiable, sino que hasta peligrosa. Más de un par de empresarios y representantes de la sociedad civil contaban anécdotas personales de haber sido secuestrados por la policía a cambio de una recompensa. El dinero que pagaban por su liberación, explicaban, iba directamente a Aristide (solo nueve países en el mundo son más corruptos de acuerdo a Transparencia Internacional). El crimen estaba en todas partes, la policía era vista simplemente como otra pandilla armada y aquellos que podían pagarlo contrataban seguridad privada.
Desde entonces ha habido alguna mejora en cuanto a seguridad e inversión extranjera, pero no lo suficiente para cambiar las cosas. Los derechos de propiedad de la gran mayoría de los haitianos no son reconocidos ni protegidos por el Estado. Las regulaciones burocráticas son asfixiantes. De acuerdo con el Banco Mundial, empezar un negocio legalmente requiere de 195 días y cuesta 228 por ciento del ingreso promedio en costos legales y administrativos.
Los haitianos ordinarios trabajan heroicamente para sobrevivir. El economista peruano Hernando de Soto recientemente calculó que el 99 por ciento de los negocios haitianos operan dentro del sector informal. Las leyes formales onerosas y excluyentes empujan a los haitianos hacia el altamente ineficiente sector informal, limitando su potencial para crear riqueza.
Mientras que Haití pasa de la emergencia a la reconstrucción, aumentarán los llamados a intensificar los programas de ayuda externa a largo plazo. La promesa de la ayuda externa no deja traslucir su triste historial. La asistencia oficial ha ayudado a mantener a Haití en la pobreza. Ha contribuido a sostener políticas estatales equivocadas. Ha conducido al endeudamiento, no al desarrollo. El hecho de que el Banco Mundial haya calificado a Haití como un país altamente endeudado como para necesitar de una condonación de deuda es una admisión implícita del fracaso de la ayuda externa: toda la deuda a largo plazo de Haití se debía a la ayuda externa y a planes de desarrollo gubernamentales.
No contribuyamos a los problemas de Haití incrementando considerablemente la ayuda externa. En vez de depender de tal derroche, Haití debería utilizar la crisis como una oportunidad para liberar a sus ciudadanos al aumentar dramáticamente su libertad económica. La clave para la prosperidad en Haití será la voluntad y habilidad de los haitianos de implementar reformas de mercado profundas.
* Director del Centro para la Libertad y Prosperidad Global del Cato Institute (www.elcato.org).
No hay comentarios:
Publicar un comentario