Rafael Guarín
El Nuevo Herald, Miami
Enero 24 de 2010
Culminó un ciclo en Chile. La victoria de Sebastián Piñera, a pesar de la alta favorabilidad del gobierno de Michelle Bachelet, es prueba de la exitosa consolidación de la transición democrática en ese país. No van a haber tantos cambios, como se pregonó durante la campaña electoral, por lo menos en el plano interno, pero sí se espera un nuevo enfoque en la política exterior.
Durante el gobierno de la Concertación se suscribieron múltiples acuerdos de libre comercio, al tiempo que se proyectó al país como punto de encuentro clave con Asia – pacífico, pero no se consiguió un puesto suficientemente relevante en el escenario hemisférico, por el contrario, su influencia palideció ante el protagonismo de Brasil y Venezuela.
La razón de ese papel secundario se debe, en parte, a la pasividad diplomática del Palacio de la Moneda en temas que agitan al continente. Los últimos años, más que avanzar hacia la tan mentada y mentida integración latinoamericana, la región se ha debatido en medio de una fuerte inestabilidad política, que ha llegado incluso a amenazar la paz y la seguridad internacionales. En esa situación, el gobierno Bachelet estuvo siempre del lado de quienes mantienen un doble discurso. Mientras proclamaba la defensa de la democracia y los derechos humanos, alentaba el ingreso de Cuba al Grupo de Río. Mientras condenaba el terrorismo y el crimen transnacional, se callaba ante las evidencias de apoyo de los gobiernos de Hugo Chávez y Rafael Correa a las Farc. Mientras decía defender el estado de derecho, admitía en su país apoyos públicos a las guerrillas narcotraficantes colombianas, que buscan aniquilar el imperio de la ley.
A pesar de ser referente en materia de modernización del Estado y de la economía, esa tibieza terminó relegando a Chile. La elección de Piñera es una oportunidad para que ese país renueve su liderazgo y asuma con decisión la defensa de la libertad, los derechos humanos y la democracia, ante la amenaza proveniente de organizaciones criminales y de gobiernos patrocinadores que, como el chavista, pretenden imponer un modelo autoritario a sus vecinos. También para que propugne por el fin de la dictadura castrista.
Tal parece que será el enfoque, a juzgar por las declaraciones del presidente electo: "Quiero decirlo con mucha claridad: esas diferencias (con Chávez) son profundas y tienen que ver cómo se concibe y practica la democracia, la forma cómo concibe el modelo de desarrollo económico y mucho más". Esa afrimación, más otras que mencionó en su discurso del domingo, relacionadas con su énfasis en la seguridad y el combate al narcotráfico, evidencian que con Piñera no va a ser lo mismo que con la presidenta saliente.
Esto para la revolución bolivariana significa no tanto perder un aliado, sino ganar un gobierno que levantará la voz contra sus excesos, con lo cual Chávez comienza a perder el principal activo que ha tenido para expandir su proyecto: la pasividad y la tolerancia en la región.
Además, es conocido que Piñera está más cerca de Alán García, Álvaro Uribe y Felipe Calderón, promotores de la democracia liberal y la economía de mercado, con lo cual se abre paso un nuevo equilibrio de fuerzas que afectará gravemente a Chávez y sus aliados, al tiempo que servirá para neutralizar los factores que han propiciado vientos de guerra.
Finalmente, con la decisión del pueblo chileno y, probablemente, con un nuevo gobierno de centro derecha en Brasil, a la gravísima crisis interna se sumará para Chávez un cambio de condiciones que limitara su acción y supondrá un estancamiento y retroceso en los planes del socialismo del siglo XXI. Ciertamente, para el teniente coronel el 2010 no comenzó bien.
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