sábado, 21 de marzo de 2009

Suben las aguas

Editorial

El Tiempo, Bogotá

Marzo 21 del 2009

En 1990, el climatólogo Konrad Steffen, de la Universidad de Colorado (Estados Unidos), montó un campamento científico en la helada superficie de Groenlandia. Lo que encontró, pocos años después, fue un dato aterrador sobre un problema diferente: las temperaturas de esta isla gigantesca, 19 veces mayor que Colombia y cubierta en un 80 por ciento por hielo, aumentaban a enormes velocidades.

En 1997, la evidencia lo convenció de que parte del glaciar de Jakobshavn se licuó como una paleta en el horno y se habían multiplicado los pequeños sismos de la capa de hielo. Este era síntoma inequívoco de que se derretía a tal rapidez que perdía cada año una masa igual a todas las nieves de los Alpes. "Ahí entendimos -dice Steffen- que Groenlandia se estaba deshaciendo." La alarma que provocó el hallazgo de Steffen y su equipo coincidía con las de otros científicos de otros lugares del mundo.

Buena parte de esos sabios se reunieron en Copenhague entre el 10 y el 12 de marzo pasado para estudiar "el cambio climático, sus riesgos globales, desafíos y decisiones". Dos mil quinientos asistentes de ochenta países llegaron a conclusiones que deberían haber salpicado las primeras páginas de los medios de comunicación. La primera es que el proceso global de deshielo avanza a mayor velocidad de lo que se temía y, para completar, "existe el riesgo de que las tendencias se aceleren". La segunda, que, ante el fenómeno, somos mucho más vulnerables que lo pensado: "Las sociedades contemporáneas tendrán dificultades para manejar un aumento de dos grados centígrados en el clima".

La tercera, que las naciones más pobres serán las más perjudicadas. La cuarta, que la tardanza en empezar a combatir en serio el calentamiento global hará imposible cumplir aun las metas más cautelosas. La quinta, que los gobiernos ya no pueden seguir con los brazos cruzados. Y la sexta, que persisten numerosos aliados inconscientes de la catástrofe que se avecina, entre ellos ciertos intereses comerciales y políticos, la inercia indiferente de los sistemas económicos y la falta de compromiso de todos los agentes sociales.

Las cifras justifican la preocupación. Hace ya dos años, la comisión intergubernamental de la ONU sobre cambio climático predijo que, en el 2100, el nivel de los océanos habrá aumentado entre 18 y 59 centímetros. Eran cálculos optimistas. Hoy se cree que se tardará mucho menos en alcanzar esas devastadoras dimensiones. Se trata de un círculo vicioso. El consumo de combustibles derivados del petróleo, fuente principal de energía de la civilización contemporánea, contribuye a calentar el clima; el calentamiento provoca el deshielo de las masas polares, de las capas nevadas de los páramos y de Groenlandia; el deshielo desprende témpanos que viajarán por los mares y les aportarán más agua; la llegada masiva de agua fresca provocará serios trastornos en las corrientes marinas, que contribuyen a estabilizar los niveles hídricos; tales trastornos perturbarán aún más la estabilidad de las aguas.

Colombia no es territorio inmune a los catastróficos efectos de este creciente fenómeno climático. Todo lo contrario. Según un estudio de la Cruz Roja, entre el 2020 y el 2030 el 56 por ciento de los páramos y el 78 por ciento de los glaciares colombianos desaparecerán. La isla de San Andrés es uno de los puntos más vulnerables a la subida del nivel del mar: con un metro que este aumente, el 17 por ciento del departamento insular quedaría sumergido. El 8 por ciento del territorio nacional podría terminar convertido en un desierto y las lluvias disminuirían en un 30 por ciento. Enfermedades como el dengue, la malaria y el cólera aumentarían por los problemas con el agua y el ciclo de vida de los mosquitos transmisores. Las voces de alarma están gritando. La pregunta es: ¿alguien las oye?

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