Por Libardo Botero*
Blog Debate Nacional, Medellí
Septiembre 30 de 2009
Cuando apenas despunta el siglo XXI, con el vértigo de sus transmutaciones, el inefable Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Augusto Ibáñez, con ínfulas de catedrático consagrado lo ha encasillado con esta sentencia lapidaria: “Este es el siglo de los jueces”. Si se tratara solamente de una disquisición digamos que doctrinaria, vaya y venga: de sandeces está plagado el mundo. Pero el veneno brota a borbotones en sus respuestas a la entrevista publicada el domingo 27 de septiembre por un diario capitalino.
Los otros órganos del poder, el legislativo y el ejecutivo, tuvieron sus siglos, el XIX y el XX respectivamente, dictamina Ibáñez, enviándolos de una al basurero de la historia. La preeminencia actual de los jueces queda sentada de esa manera como una ley sociológica, el resultado ineluctable de la evolución de la humanidad.
No se trata de la dictadura de los jueces, aclara, ante cortante pregunta del entrevistador. Pero sus explicaciones no dejan lugar a dudas. “Lo que pasa –advierte Ibáñez- es que el Estado Social de Derecho le entrega el control de los derechos fundamentales al juez. ¿Quién dice hasta dónde va un derecho laboral? El juez. ¿Quién dice hasta dónde va el derecho de autor? El juez. ¿Quién dice hasta dónde van los derechos de las víctimas? El juez.” El periodista indaga si los jueces también tienen injerencia en los derechos del Ejecutivo, pero Ibáñez se escabulle. No obstante, más adelante volverá sobre la materia.
¿Y quién dice hasta dónde va el Congreso? No lo preguntó el periodista, pero a uno le ronda en la cabeza. Hasta donde lo disponga la Constitución, pensaría cualquiera. Para Ibáñez, no: hasta donde dispongan los jueces. Interrogado sobre el equilibrio de poderes se despacha contra el reciente intento del Partido de la U de presentar un proyecto de ley para modificar la competencia de la Corte y el mismo Congreso en el juzgamiento de altos dignatarios del Estado, que califica de una “reacción violenta”. El Congreso no puede hacerlo, trina, acudiendo de manera caprichosa a un documento de la ONU sobre independencia judicial, de 1985, pues “no pueden existir variaciones de la justicia ordinaria para cooptar, para cambiar, para arrebatar una competencia que corresponde a la justicia”.
Niega el presidente de la CSJ que ésta quiera entrometerse en los fueros del Ejecutivo, pues se niega a escoger Fiscal de la terna enviada por el Presidente. “No” es su lacónica respuesta. Pero en seguida entra en explicaciones que no denotan otra cosa, como fijar calidades extra-constitucionales a los ternados. Sin embargo lo más delicado es la posibilidad de que la misma Corte nombre al Fiscal por su cuenta. “Eso no se ha analizado por la Corte, pero existen algunas posturas, totalmente académicas, que dicen que si bien es cierto la ley que estructura la Fiscalía permite que las ausencias temporales o definitivas las llene el Vice-fiscal, por ley estatutaria de administración de justicia, siendo la Fiscalía de la Rama Judicial, podría entrar la Corte a nombrar en provisionalidad.” De inmediato el periodista indaga si la Corte puede entrar a examinar esa alternativa y Augusto (no siempre los nombres reflejan la personalidad) responde: “Es posible”. Porque -son sus palabras- “desde el punto de vista de las voces académicas”, “aplicando no el estatuto de la Fiscalía sino la Ley Estatutaria de la Justicia puede haber otra opción…”.
La estratagema es diabólica. La CSJ se opone a escoger alguien de la terna, como está ocurriendo. El Presidente se niega, con razón, a cambiar la terna. El Vice-fiscal entra a reemplazar al Fiscal que se ha retirado. Pero al parecer ni siquiera éste es del gusto de los magistrados. Entonces la Corte supuestamente podría, ante la encrucijada insoluble, gestada por ella misma, entrar a designar un Fiscal “en provisionalidad”. Provisionalidad que no tendría límite distinto a que el Presidente se sometiera a los caprichos de la CSJ designando una terna a su medida.
¿De dónde acá tal arrogancia y prepotencia? En parte por los halagos bulliciosos de la extrema izquierda de la galería. Y por las trapisondas de sectores interesados en dar al traste con el gobierno de Uribe e impedir su reelección. Pero en no poca medida por los desequilibrios rampantes de nuestro ordenamiento institucional. Mientras la Constitución del 91 suprimió la inmunidad de los congresistas, estipuló la impunidad de los magistrados de las altas cortes. A diferencia de los primeros, que son juzgados por la CSJ sin segunda instancia, los segundos cuentan con ellas, pues la Comisión de Acusaciones de la Cámara los investiga y acusa, y al menos en teoría el Senado los juzga. Porque en realidad tiene limitaciones absurdas, como lo establece el artículo 174: “si la acusación se refiere a delitos cometidos en ejercicio de funciones o a indignidad por mala conducta, el Senado no podrá imponer otra pena que la de destitución del empleo o la privación temporal o pérdida absoluta de los derechos políticos; pero al reo se le seguirá juicio criminal ante la Corte Suprema de Justicia”, de igual manera que “si la acusación se refiere a delitos comunes, el Senado se limitará a declarar si hay o no lugar a seguimiento de causa y, en caso afirmativo, pondrá al acusado a disposición de la Corte Suprema”. Es decir, los magistrados terminan juzgándose ellos mismos. Pueden juzgar a los congresistas sin atenuantes, seguros de que éstos no tienen la misma facultad para con ellos.
Aunque le pese al señor Ibáñez, Colombia a través de su Congreso, más tarde que temprano tendrá que reformar la Constitución para adoptar los correctivos necesarios a tan evidentes desequilibrios institucionales, para evitar los “choques de trenes” recurrentes, y sobre todo, para limitar de manera muy estricta las funciones de los jueces de la República. De no ser así, estaremos condenados a sufrir el anunciado “siglo de los jueces”.
* Economista y analista político.
Medellín, septiembre 30 de 2009
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