Fernando Londoño Hoyos
El Tiempo, Bogotá
Octubre 8 de 2009
Siempre hay algo de misterio en el que manda y mucho de sagrado en el que juzga. Por lo primero, perfeccionó la escolástica aquella sentencia de que toda autoridad viene de Dios. Con lo que no hizo más que elevar al razonamiento teológico la explicación que desde los más primitivos le dieron los hombres al enigma del poder. Para que uno mande sobre otro no basta el duro argumento de la fuerza. Por eso Calicles y Trasímaco siempre perderán el debate con Sócrates. Pero aún es más dura la legitimación del poder de juzgar. Todo acto de justicia habrá de ser una expresión de la divinidad, o no será nada.
Los jueces han sido siempre los sacerdotes de un culto magnífico y sagrado. Y cuando parecen demasiado humanos, hay que revestir su misión de tan grande aparato, que los mantenga intocables. En todos los mitos y las leyendas, hermoso preludio de la historia, el juez tiene la obligada condición de ser el más sabio y el más justo. Y en todo caso, el mejor de la tribu.
Si la Corte Suprema de Justicia no sabe todo esto, al menos lo intuye. Lo que se comprueba cuando le huye como al demonio a la dura realidad que lleva a cuestas y que el pueblo colombiano conoce en demasía. Por eso no permite que le hablen de aquel Ascencio Reyes, con quien tuvo tan detestable cercanía. Desde ciertos festines báquicos, por allá en un famoso apartamento de Residencias Tequendama, pasando por todas las celebraciones y convites, y culminando con los degradantes paseos que conocemos, en todo estuvo Ascencio Reyes, sin que la Corte tomara el elemental recaudo de la clandestinidad.
El vuelo y los festines de Neiva, en honor de Yesid Ramírez, fueron posibles por la generosidad de Ascencio y de quienes lo financiaban para hacer dones tan gratos a la Corte. En Sincelejo, claro que con ocasión de las corralejas del 20 de enero, ya se le suma el simpático de Giorgio Sale. El cortejo va después a Barranquilla, disfruta el Carnaval y lo cierra en la Enoteca, la del querido Giorgio y de otro patrocinador más sorprendente, Salvatore Mancuso.
Cada uno de estos viajes, más que un delito, es una vergüenza, que, sumada a la historia de las farras y los regalos, botines de cuero italiano y reloj suizo como para gran magnate, componen el cuadro deplorable. El resto no se sabe del todo. Pero se presiente.
La historia de la Corte con Ascencio se reconstruye fácilmente. La de Giorgio dejará un vacío, porque los registros de sus múltiples entradas, no a la cárcel que merecía, sino a la Corte Suprema de Justicia, se borraron de los registros electrónicos. ¡Vaya!
De Giorgio y de Mancuso no habrá mucho que decir, porque pagan sus culpas en cárceles de Italia y de los Estados Unidos. De Ascencio, que celebra compraventas de bienes inmuebles con dos magistrados; que su nombre aparece mezclado en documentos públicos con el de José María Ortiz, el Chepe Ortiz, extraditado por cuestiones de narcotráfico; que una de sus socias, Consuelo Collazos, es compradora de bienes a Gilberto Garavito, "cabecilla de una organización que enviaba drogas desde Colombia hacia Estados Unidos"; y que en la famosa compañía El Centauro queda mencionado con un Fabio Triana Peña, socio de su hermano Erman, capturado por el DAS por pertenecer a una red internacional de narcotráfico.
Hay en nuestra Corte magistrados intachables, juristas ejemplares, luminarias del foro colombiano, resplandecientes de méritos y de conducta límpida. No entendemos cómo guardan este profundo silencio solidario.
La Corte viola la Ley colombiana todos los días. Extralimita sus funciones de manera evidente. Rompe los principios tutelares del Derecho Procesal de los últimos dos siglos. En este drama, y en el trasfondo de la politización de sus fallos, hay una gran mascarada, viejo y pobre recurso para cubrir llagas y miserias.
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