Mario Calderón Rivera
La Patria, Manizales
Octubre 4 de 2009
Millones de colombianos se han extasiado por estos días de intenso verano mirando a distancia el espectáculo de las cumbres nevadas de nuestra cordillera central. No todos, sin embargo, tienen en su memoria imágenes de referencia para medir el contraste entre lo que fueron hace algunas décadas esos inmensos domos de inmaculada blancura y lo que ahora son, desprovistos de su majestuosa imponencia en el paisaje verde de nuestro bosque de niebla, patrimonio en extinción.
Hace apenas diez años una tranquila audiencia en el auditorio de la Cámara de Comercio de Manizales escuchaba con mal disimulada indiferencia una exposición del científico Pablo Leyva, entonces director general del Instituto Colombiano de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM). Con acento tranquilo, señalando en la dirección del Parque Nacional de los Nevados, el profesor Leyva fue desgranando datos que le permitieron al final de su conferencia concluir que, probablemente antes de 30 años, las gentes de la ciudad verían desaparecer esa tarjeta postal de su paisaje diario. Para el conferencista, tres décadas eran sólo una aproximación tentativa en modelos de predicción climática, pero suficiente para producir algún estremecimiento en cualquier audiencia. Bien podrían ser unos años más o unos años menos. Que nada seguirían representando frente a miles de millones de años que, en términos de evolución, requirió la aparición de estas maravillas naturales. Mientras tanto, en la historia de una ciudad ese lapso apenas cubría la vida de una generación.
Como Director de IDEAM, miembro además de la Organización Meteorológica Mundial, -máxima autoridad dentro de Naciones Unidas en estudios sobre el comportamiento del clima terrestre-, el profesor Leyva cumplió en forma eminente el papel de colocar a Colombia en el centro de la que no dejaría de ser desde entonces la preocupación mundial sobre cambio climático. Con los argumentos científicos que se comenzaban a dar desde los observatorios más profundamente dedicados a descifrar el estado de la atmósfera terrestre, él pasó a ser un predicador incansable de una verdad que los líderes mundiales miraron con sobrecogedora displicencia.
Manizales fue uno de los privilegiados escenarios en que resonó la voz de este pionero del cambio climático y del calentamiento global. Y no habría que realizar mucho esfuerzo para pensar que lo hizo deliberadamente en la ciudad que se enorgullecía de recibir el agua más pura de Colombia, precisamente como producto del deshielo de su más valioso patrimonio natural. Por aquellos mismos días y casi sin que los medios lo registraran, los restos de los casquetes de hielo en el monte Kilimanjaro, el punto más alto de la geografía africana, habían pasado a la historia. Pero con el transcurso del tiempo ese hito se convertiría también en una de las huellas más emblemáticas del calentamiento global.
Han pasado solamente diez años. Mirado desde las calles soleadas de Manizales, el casquete congelado del Nevado del Ruiz más parece una pequeña caperuza blanca colocada sobre un entorno desolado de arena y de desfiladeros rocosos. Muy pocos recuerdan ahora, después de una década, un pronóstico que no alcanzó siquiera a merecer un titular de prensa. Porque desde entonces no afloró, -ni a nivel de la administración de la ciudad, ni de su Concejo Municipal, ni de la Universidad, ni del sector empresarial-, una sola iniciativa para anticiparse a lo que podría representar la segura extinción de la fuente principal de agua para cientos de miles de habitantes.
El síndrome de Casandra es una de las más cautivantes simbologías de la mitología griega. Está asociado siempre con quienes tienen la capacidad para avizorar el futuro, pero sin posibilidad de convencer. Ha envuelto milenariamente piezas maestras incontables del teatro universal. Y pese a la casi infinita variedad de sus versiones dramáticas, no deja de seguir evocando al dios Apolo regalando a la hija de los reyes de Troya el don de la clarividencia a cambio de sus favores sexuales. Pero, a renglón seguido, castigando su desdeño y su infidelidad, preservándole sus virtudes proféticas pero privándola de cualquier capacidad para persuadir a la audiencia interesada. De ahí en adelante, a pesar de que todo lo había anticipado, Casandra no pudo en su desespero hacerse oír sobre la trampa gigantesca que encerraba el Caballo de Troya, ni convencer a sus compatriotas sobre la inminencia de la caída y destrucción de la ciudad en manos de los griegos.
El drama del cambio climático y del calentamiento global está entre una de las mejores figuraciones de las Casandras a quienes se reconoce el don de la clarividencia, pero se les niega todo poder de persuasión. Paul Krugman, el Premio Nóbel de Economía, ha confesado por estos días su desesperanza por la suerte del Planeta que, según él, comienza a invadirnos a todos “con la sensación de que estamos siendo arrastrados hacia una catástrofe, mientras nadie quiere oír sobre lo que se avecina, ni hacer nada para evitarlo…El resultado de esto es que todos los científicos climáticos han llegado a ser una especie de Casandras dotadas con la habilidad para profetizar desastres, pero carentes de toda capacidad para que alguien llegue a creerles”. Y para colmo de males, concluye el eminente profesor, la gran razón de esta sinrazón colectiva parece estar contenida magistralmente en el título del libro del ex presidente Al Gore. Se trata simplemente de “una verdad inconveniente”, vale decir: incómoda. Que puede equivaler simplemente a la razón por la cual la especie humana resolvió ir ciegamente hacia su propia extinción. Y en el caso de Manizales, “la verdad inconveniente” sobre la desaparición de las cortezas congeladas en el Nevado del Ruiz parece haber anulado también nuestra imaginación para anticiparnos a ese futuro inatajable.
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