Editorial
El Tiempo, Bogotá
Octubre 4 de 2009
Después de su reciente periplo por Irán y Rusia, es innegable que el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sigue con la idea de que su país ingrese al club nuclear. Desde Teherán, el mandatario anunció la construcción de una "villa nuclear" en asocio con el régimen iraní, mientras que el gobierno ruso ratificó los acuerdos con Caracas para la instalación de un reactor y la exploración de uranio en territorio venezolano.
Este tipo de anuncios viene acompañado de una inevitable preocupación -en especial, en medio de una oleada de compras militares en todo el continente y una generalizada alerta regional por una eventual carrera armamentista-. Asimismo, la sola mención de la palabra nuclear dispara tanto el pánico visceral asociado a la amenaza de las bombas atómicas, como la paranoia de quienes ven esta clase de energía como la antesala de la hegemonía política de un país sobre sus vecinos.
Sin embargo, ante la agresiva retórica a la que acude permanentemente el presidente Chávez cada vez que se refiere al Gobierno Nacional, vale la pena preguntarse acerca de la factibilidad de que, en unos años, Colombia cuente con un vecino 'radiactivo' y cómo esta eventual realidad afectará nuestra diplomacia y la seguridad de la región andina. La alarma ya la disparó el propio presidente Álvaro Uribe la semana pasada en Boston: "A nosotros sí nos preocupa mucho que se lleven para nuestro vecindario la guerra nuclear".
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Desde el 2005, el gobierno venezolano viene buscando la activación de un programa de energía atómica con "fines pacíficos". Primero, en colaboración con Brasil y Argentina, y actualmente, mediante acuerdos de cooperación técnica con Irán y Rusia. Aunque una bajísima proporción del consumo energético de los latinoamericanos proviene de plantas nucleares, México, Argentina y Brasil cuentan con varias de estas instalaciones desde hace años. De hecho, los altos precios del petróleo, las dificultades para implementar energías alternativas y el crecimiento acelerado del consumo global han convertido la nuclear en una opción limpia, barata y eficiente.
Asimismo, instalar una planta de estas características no implica de manera automática la capacidad para la producción de bombas y otras aplicaciones bélicas. Las transferencias tecnológicas necesarias para enriquecer el uranio están bajo la vigilancia de la Organización Internacional para la Energía Atómica (Oiea), agencia de las Naciones Unidas que ha estado en contacto con las autoridades energéticas venezolanas. "Para que no digan después que estoy construyendo la bomba atómica en América Latina", dijo Chávez en abril pasado sobre estas reuniones.
No obstante, el monitoreo de la Oiea tiene sus fallas. De un acuerdo técnico entre Rusia e Irán -parecido al que suscribieron Moscú y Caracas el año pasado- surgió el programa que hoy tiene al régimen de Teherán en el ojo del huracán. El jueves pasado, después de acusaciones de Washington de estar armando un arsenal secreto, los iraníes accedieron a llevar su uranio enriquecido a Rusia para ser convertido en combustible y abrir las puertas de una planta en Qum a inspectores internacionales. Este es el mismo gobierno con el que Chávez aspira a explotar las 50.000 toneladas de reservas de uranio que el Instituto Carnegie estimó en diciembre pasado que hay bajo suelo venezolano.
Para el fiscal de Nueva York Robert Morgenthau, los nexos entre Ahmadinejad y Chávez ya superaron la fase de la cooperación técnica. Su oficina sospecha que "fábricas controladas por iraníes en Venezuela son ideales para la producción de armas". Aunque no hay mayor comprobación de estas graves acusaciones, no causa sorpresa que, ante los vínculos nucleares entre Teherán y Caracas, el vocero del Departamento de Estado de Washington se declare "preocupado".
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