Editorial
El Espectador, Bogotá
Diciembre 6 de 2009
Entre el 7 y el 18 de diciembre se reunirán en Copenhague los líderes y representantes de diferentes países del planeta para definir el curso a seguir en el proceso de control del cambio climático.
Se trata de un problema que, por su naturaleza global, requiere la acción colectiva y coordinada de todos los países del mundo, de sus regiones y de sus comunidades. Es, sin duda, el mayor y más complejo reto colectivo que la humanidad haya enfrentado.
Desde hace un tiempo se viene vaticinando que la reunión de Copenhague será un fracaso. Según se argumenta, no se llegará a ningún acuerdo ni se firmarán compromisos concretos y medibles. Sin embargo, el desenlace puede ser otro y la Cumbre de Copenhague puede tener una trascendencia positiva e inmensa. Esto por cuanto para los gobiernos es muy claro que la inacción no es una opción posible, que sería ambientalmente calamitosa y, además, políticamente funesta para muchos de ellos. Probablemente, como ha ocurrido antes, durante los últimos minutos del último día de la reunión se cristalizará el acuerdo. Será un acuerdo de principios, como debe ser. Los procedimientos y los detalles se definirán durante el año entrante.
Los actores clave, relevantes y decisorios de esta reunión serán China, los Estados Unidos, India y la Unión Europea. Éstos deberán resolver una compleja confrontación con implicaciones económicas y políticas que trasciende el asunto del cambio climático. Muy probablemente, después de duras negociaciones, todos ellos anunciarán y se comprometerán políticamente a alcanzar determinadas metas en materia de reducción de emisiones. Sin embargo, los Estados Unidos y China harán todo lo posible por defender estrategias nacionales independientes y acuerdos bilaterales para enfrentar el problema. Tratarán de evitar compromisos y verificaciones de tipo multilateral y jurídicamente vinculantes.
El conjunto disperso, heterogéneo y descoordinado de los países en vía de desarrollo probablemente no desempeñará un papel determinante. Ellos buscarán transferencia de tecnología y financiación para la adaptación al cambio climático. El progreso en este campo probablemente será gradual. Los países tropicales insistirán y lograrán, sin mayor dificultad, que la conservación y restauración de sus bosques sean reconocidas como estrategias de mitigación del cambio climático. Buscarán y lograrán que los países emisores reconozcan su valor económico.
Ahora bien, el hecho de que la mayoría de los países que participarán en esa reunión, incluido Colombia, no estén llamados a desempeñar papeles definitorios, no quiere decir que para ellos el resultado de esta cumbre no sea importante. De hecho, lo contario es cierto. Son estos países los que tienen más en juego.
El caso de Colombia es particularmente interesante. Tiene cerca de la mitad de su territorio cubierto de bosques que almacenan billones de toneladas de CO2 cuya conservación contribuye a mitigar los efectos nocivos de las emisiones de gases con efecto de invernadero. Esos bosques están generalmente habitados por comunidades indígenas y afrodescendientes pobres que necesitan alternativas productivas para mejorar su nivel de bienestar. La Cumbre de Copenhague podría abrir el camino para que entre esas comunidades locales y la comunidad global se construyan acuerdos equitativos que conduzcan a la conservación de esos bosques y al consecuente mejoramiento del bienestar de todos. Además, la Cumbre podría conducir al robustecimiento de los incentivos necesarios para dinamizar el desarrollo de tecnologías y proyectos forestales, agrícolas y energéticos para los cuales Colombia siempre ha tenido vacación.
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