Álvaro Montenegro
El Tiempo, Bogotá
Diciembre 17 de 2009
El salario mínimo existe hace más de un siglo en el mundo. La mayoría de los países lo tienen, incluidos los desarrollados; Inglaterra, por ejemplo, desde 1909, y Estados Unidos, desde 1912. En Estados Unidos, inicialmente regía solo para mujeres y niños, hasta 1938, cuando se volvió federal y cobijó a toda la fuerza laboral.
Pocos colombianos recuerdan cómo eran las cosas antes de que existiera el salario mínimo, pues fue en 1950 cuando entró en vigencia, en cuantía de dos pesos diarios. Al comienzo se ajustaba en cualquier mes y aun varias veces al año; por un tiempo hubo diversos mínimos: para el campo, para la ciudad, para empresas grandes, para empresas pequeñas y por zonas geográficas y sectores económicos. Desde 1979 se estableció la costumbre de fijarlo una vez al año, el primero de enero, y en 1984 se unificaron todos los salarios mínimos en el que conocemos hoy.
Cada fin de año revive el debate en torno al salario mínimo. Sus detractores dicen que produce desempleo. Sus defensores que no y que, incluso, puede generar empleo. Otros maldicientes son más específicos y afirman que produce desempleo, pero solamente entre los trabajadores menos hábiles. A lo que ripostan sus partidarios que, si así fuera, para eso está el Gobierno, para contratar a los menos hábiles, en aras de su función social y redistributiva del ingreso.
En últimas, los economistas, que estudian el tema, no tienen ni idea de si el salario mínimo genera empleo o desempleo, o si mejora la distribución del ingreso, o si causa inflación. Según la teoría, decretar el salario por arriba del que debería ocurrir naturalmente en el mercado aumenta el desempleo. Pero la evidencia empírica no es concluyente. Hay cientos de estudios que dan para todos los gustos, desde el pionero de Card y Krueger, de 1995, hasta el de Neumark y Wascher, del año pasado. Quizá lo único que se atreven a decir los economistas, a manera de consenso, es que movimientos moderados en el salario mínimo no afectan mayormente el empleo. O sea nada.
Movimientos moderados quiere decir que el ajuste en el mínimo cubra la inflación causada más algún punto porcentual por aumento en productividad (si lo hay). Con el paso del tiempo, un trabajador típico tiende a producir más a medida que va acumulando experiencia y aprendizaje, y sería extraño que a largo plazo el producto per cápita de un país crezca y los trabajadores permanezcan con el mismo poder adquisitivo.
En el fondo, la encrucijada del alma de los economistas es si es ético tratar el trabajo humano como cualquier mercancía, cuyo precio, el salario, debe ser fijado por el libre mercado y la ley de la oferta y la demanda -de manera que, por ejemplo, si el mercado fija el salario por debajo del mínimo necesario para sobrevivir, de malas-.
La mayoría de los economistas prefiere mantenerse al margen del debate sobre el salario mínimo porque es un tema subjetivo y cargado de emociones, y ellos se entrenan para ser objetivos y fríos. Aquellos contados que toman partido generalmente lo hacen por razones ideológicas; esto es, de propaganda.
Las decisiones sobre el ajuste en el salario mínimo no son económicas, sino políticas. Son el resultado de intereses en contienda entre trabajadores, empresarios y Gobierno. Los trabajadores quieren que el salario mínimo suba más que la inflación, los empresarios que se estanque o desaparezca, y el Gobierno, que tiene la última palabra, debe sopesar el progreso social, el crecimiento económico y lo que le convenga electoralmente.
Cada año es la misma historia, tanto que hoy en día se ha perdido el encanto de las negociaciones. A nadie le importa lo que pase con el salario mínimo mientras el ajuste sea moderado.
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