Victor Diusabá Rojas
El Universal , Cartagena
Noviembre 30 de 2009
El papel de Lula en la construcción del nuevo Brasil se puede medir tanto en las conquistas sociales alcanzadas en su país, como en el liderazgo en la región que hoy ejerce esa nación. Brasil es en realidad un continente enclavado en otro, al que por fin le apuesta, además, con grandes posibilidades de cambiar el rumbo de la historia continental.
Todo eso es bueno para América del Sur y, en general, para América Latina. El modelo de la Unión Europea, con los años luz que parecen separarnos de un proyecto similar, es mucho más factible en la medida en que aceptemos nuestras diferencias. Y, también, si Brasil tiene suficientes argumentos para ponerse al frente de un bloque y jalonar como lo que es, un gigante. Porque para liderar se necesita, antes que voluntad, músculo.
Aparte, Lula tiene una sorprendente facilidad para conseguir lo que se propone. Entre el curtido dirigente sindicalista de antaño y el hombre de talla mundial de hoy, hay a simple vista la enorme diferencia que deja el rodaje del poder. Ya en el fondo, subsiste ese ser humano en el que, dicen quienes lo conocen de tiempo atrás, permanece incólume el soñador que ha ganado todo en la vida a punta de esfuerzo.
Pero justo en ese punto del éxito es cuando la vida le plantea a Lula su ‘encrucijada del alma’, que podría catapultarlo aún más arriba de donde ya se encuentra o, por el contrario, cobrarle para siempre el peso del que puede ser un error histórico inmenso.
Error, no se sabe bien si atribuible a la ingenuidad de primíparo en su estreno en las grandes ligas o a un problema de cálculo que podría terminar en hecatombe: el afán por hacerse patrón de causas no tanto perdidas como catastróficas.
Y es que en aras de convertirse en redentor de presuntos desvalidos, Lula encuentra justificable darle, por ejemplo, la mano al régimen teocrático de Irán. O lo que es lo mismo, al presidente Mahmud Ahmadineyad, quien intenta lavar en el exterior la vergüenza de sus componendas para cerrarle el paso a la oposición en las pasadas elecciones. Y, qué paradoja, esa oposición en Irán es lo que más se parece a Lula en sus tiempos de valiente opositor a la dictadura brasileña.
Más grave es lo que sigue: Lula cree en la buena fe de Ahmadineyad, un personaje que ha dicho todas las mentiras posibles para esconder una carrera nuclear que tiene cara de todo, menos de fines pacifistas. La condena del mundo la semana pasada en el seno del OEIA, organismo de la ONU especializado en el tema, es el final de una serie de sospechas fincadas a las que siempre el gobierno de Teherán respondió con burlas o de manera desafiante.
Ahora, cuando Alemania, Estados Unidos, Rusia, China y Reino Unido se han puesto de acuerdo en torno a la preocupación que despierta el peligroso juego atómico iraní, Brasil ha decidido abstenerse de la condena pública. Independencia, podrán decir algunos. ¿O será más bien torpeza?
¿Cree de verdad Lula que el gobierno iraní sólo busca con su programa nuclear “fines pacíficos”? ¿Y está seguro de que darle aval a ese proyecto es evitar que Irán se sienta más aislado y obre en consecuencia? Aún tiene tiempo de repreguntarse eso. Pero si elige el camino de apoyar a Ahmadineyad y a todo lo que representa, no queda más que desearle mucha suerte, porque la va a necesitar. (Colprensa)
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