Editorial
El Tiempo, Bogotá
Diciembre 3 de 2009
El dilema de Estados Unidos en Afganistán era irse o quedarse. Lo malo es que, si retiraba las tropas que llevan ocho años allí luchando, corría el riesgo de hundir al país en un caos beneficioso para el extremismo violento de los talibanes. Y si continuaba con los 68.000 hombres ya desplegados, podría hundirse en una guerra desgastadora e interminable, un nuevo Vietnam, agravado por el elemento del terrorismo internacional.
Ayer, en un discurso que desde el fin de semana se veía venir, el presidente Barack Obama escogió los dos términos del dilema: E.U. retirará sus tropas a partir de julio del 2011, pero, para hacerlo, aumentará inmediatamente, y de manera contundente, el pie de fuerza. Antes de mayo llegarán a Afganistán 30.000 soldados más, equivalentes casi al 50 por ciento de los que hoy vigilan y luchan. Así lo anunció ante un auditorio de 4.000 cadetes de la famosa academia militar de West Point.
La Casa Blanca espera que sus aliados aporten armas y efectivos a este desembarco ("Esta guerra no es solo nuestra", dijo), que le cuesta al erario estadounidense cerca de un millón de dólares anuales por soldado. Desde hacía tres meses, una comisión nombrada por Obama analizaba la situación afgana, donde la guerra se ha recrudecido y los esfuerzos por construir una nueva nación e implantar la democracia han sido poco fructíferos. Ni los afganos están en condiciones de defenderse contra la amenaza terrorista, ni la corrupción rampante ha permitido que el gobierno del presidente Hamid Karzai se proyecte con autoridad sobre los 28 millones de habitantes que tiene el país.
Las conclusiones de la comisión son las que hizo suyas ayer Obama: será imposible zafarse de la telaraña afgana si no se produce un triunfo militar decisivo y rápido sobre los talibanes. Justamente lo que pretenden los 30.000 soldados adicionales es configurar una fuerza aplastante contra los escurridizos, bien armados y fanáticos enemigos. No sobra recordar que el general Stanley Mc Cristal, el jefe de las tropas aliadas, había pedido 40.000 unidades.
Lo peligroso es que, como lo demuestra la Historia, no existe garantía de que las cosas se desarrollen como las prevén Obama y sus asesores. En octubre del 2001, cuando se produjo la invasión multinacional autorizada por la ONU, muchos creían que la victoria militar tardaría apenas meses y que, al cabo de pocos años, Afganistán sería espejo de democracia y desarrollo para los países vecinos. Pero ha acontecido algo muy distinto. La guerra se amplió, ilegalmente, a Irak y los combatientes acabaron, además, por saltar la frontera hasta Pakistán. Ahora está involucrada toda la región. Por otra parte, la producción de heroína ha permitido sostener a los grupos rebeldes, la corrupción feudal dificulta la formación de un gobierno fuerte y, al final, Afganistán se convirtió en foco de constante violencia. Por lo menos, Karzai sabe desde ayer que hay una agenda de retiro de tropas y que se acabaron los cheques en blanco.
Ahora Obama, que hizo del pacifismo pilar de su campaña, anuncia un escalamiento bélico aplaudido por los republicanos y criticado por muchos de sus copartidarios demócratas. Son tiempos duros, y él lo sabe y lo dice. La moral nacional no está para grandes batallas; la economía apenas empieza a recuperarse y el Presidente se ha ganado fama de ser o muy cauteloso o francamente dubitativo. La decisión de ayer marca un momento clave de su gobierno. No solo por el efecto inmediato que pueda producir, sino porque la apuesta no tiene avales seguros. Además, lo somete a una especie de silencioso repaso con sus aliados. Europa, en general, no ve con simpatía que se intensifique la guerra. Francia apoya, pero no da. Gran Bretaña y España dan, pero poco. Alemania calla. Lo positivo es que el Nobel de Paz se ha jugado una doble carta con decisión y valor. Falta ver si era la carta adecuada.
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