Alberto Velásquez Martínez
El Colombiano, Medellín
Diciembre 9 de 2009
Este domingo, los chilenos votarán en primera vuelta para comenzar a escoger el sucesor de Michelle Bachelet. Mandataria que se retira con más de un 80% de apoyo popular, el mayor de todos los jefes de Estado de América Latina.
Una mujer que ha guiado a su país con sensatez, con decoro, con eficiencia. Ha sido para la mayoría de los chilenos "la primera madre de la nación", dada su simpatía y sencillez, revestida de real y no simulada humildad y sin el populismo y las incongruencias de su vecina y colega en la Argentina.
Fuera del legado ideológico que deja la Bachelet -la de una izquierda democrática y pragmática, con respeto a todas las libertades políticas, económicas, culturales- transmite al continente su talante de desapego por el poder, para no eternizarse en el ejercicio del mando, potestad que seguramente no le habría sido esquiva si hubiera ensayado una reforma a la Carta chilena para lograr la reelección inmediata.
Carece de esa visión mesiánica del poder. No lo considera ambición "sexy".
"El boato no me impresiona, ni los fuegos artificiales", ha dicho en el reportaje que concedió al periódico El País de Madrid.
Y agrega: "Parece ser que en el caso del hombre, se padece una suerte de atracción fatal más potente por el poder". No nos salgamos de la convulsionada América Latina para encontrar mandatarios que aspiran eternizarse en el mando, ejerciéndolo con autocracia y embozalando todas las libertades públicas.
Fundamenta la presidenta de Chile su aversión a la repetición presidencial en el hecho de que, "en la vida como en la política hay que ser ética y estética" en su comportamiento. Y puntualiza: "Si alguna vez hubiera pensado que hay que hacer un cambio a la Constitución para la reelección, habría mandado un proyecto de ley que hubiera entrado en vigor desde el próximo gobierno en adelante, no para el actual".
Y sentencia con dureza y claridad: "Creo de verdad que no es buena política que las personas arreglen las legislaciones, el mundo político, la autoridad a su amaño. Los cambios en las leyes, en las instituciones tienen que ser para mejorar la situación del país, no las situaciones personales".
No era fácil predecir que luego de Ricardo Lagos -un estadista de verdad, verdad- la señora Bachelet pudiera mantener a Chile en el lugar preponderante, como hoy lo tiene, ante el concierto de los países con instituciones más sólidas y respetables en el hemisferio.
A la Bachelet se le veía como una víctima destacada de la dictadura de Pinochet, para despertar tan solo conmiseración y ternura.
Fue detenida en las cárceles de su país y su padre, un general de la Aviación, torturado por el régimen de Pinochet, tan violador de los derechos humanos como Castro en Cuba.
La Bachelet superó con dignidad aquellas amarguras. No las utilizó como estandartes de su campaña. Y menos se mareó con los elogios en el ejercicio del poder.
Sabía que los "imprescindibles" solo caben en el poema de Brecht. Tampoco se creyó el cuento de ser insustituible en el cargo presidencial.
Simplemente siguió y ajustó aquellas políticas de Estado que han contribuido a la modernización y desarrollo de Chile en todos sus indicadores.
Los mismos que envidian los países en manos del populismo, maniobrado por el combo de propagandistas de esa enfermedad terminal que arruina a las naciones tercermundistas.
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