Editorial
El País, Cali
Diciembre 08 de 2009
Atendiendo la solicitud de la Conferencia de Gobernadores, el Gobierno Nacional decidió decretar la prohibición para portar armas de fuego hasta el próximo 7 de enero. La veda, denominada ‘Navidad sin armas’, puede ser el inicio de una pequeña revolución que muchos sectores del país han reclamado como paso fundamental para detener la violencia que afecta a la sociedad colombiana.
Más del 80% de los homicidios que se cometen en la Nación son con armas de fuego. Y fuera de los perpetrados por el crimen organizado en formas de guerrilla, grupos paramilitares o bandas de delincuencia común, la mayoría son producto de riñas y de conductas intolerantes que hubieran podido resolverse por vías pacíficas, de no existir la facilidad para adquirir y portar una de esas armas. A ello se suma la dificultad del Estado para impedir los abusos o para controlar las conductas de quienes son autorizados para cargarlas, aduciendo siempre el derecho a la legítima defensa.
Siendo novedoso que se aplique en todo el país y cuente con el respaldo decidido de las Fuerzas Armadas, el experimento no es reciente. En épocas no muy lejanas, en 1993 y 1994, produjo resultados exitosos en Cali y Bogotá. Según un estudio publicado por el Journal American Medical Asociation, Jama, la reducción en el número de homicidios durante un fin de semana en la capital del Valle se tradujo en un 14%, mientras que cuando se combinó con la Ley Zanahoria la rebaja llegó al 35%. Pese a ello, la tesis que impera sigue siendo aquella que predica el porte de armas para garantizar la seguridad.
Las condiciones de violencia que han imperado en el país son un argumento poderoso y casi incuestionable para crear una excepción al principio de que el monopolio de las armas debe estar en las autoridades legítimas. Pero esa excepción se ha convertido en norma general, al punto en que el mismo Estado es el fabricante, importador y comercializador, además de tener la potestad de autorizar el porte. Como ocurre con la fabricación y venta de bebidas alcohólicas, se crea la paradoja de explotar un negocio riesgoso para la integridad de los colombianos, para financiar la prestación de servicios de seguridad, educación o salud.
Y no son pocos los casos en los cuales organizaciones criminales o delincuentes reconocidos utilizan armas debidamente amparadas para cometer sus tropelías. El resultado se ve a diario en las estadísticas sobre muertes y heridas violentas en todo el territorio nacional: según datos del 2007, el 60% de homicidios en Cali se cometió con armas que tenían salvoconducto oficial.
Hoy es indiscutible la relación directa que existe entre el número de armas en poder de la población y la cantidad de incidentes que afectan la integridad de las personas. Y ello se traduce en miedo y desconfianza, que a su vez desencadenan hechos violentos. Por eso es oportuno y hasta revolucionario darle la oportunidad al desarme como alternativa para luchar contra la violencia. Con ello, Colombia puede empezar a desarmar los espíritus.
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