Editorial
El Nuevo Siglo, Bogotá
Febrero 12 de 2010
Corregir falencias y no llegar al extremo panameño
El futuro de todo país descansa en sus jóvenes. Esa premisa, que a fuerza de repetirse se tornó en frase de cajón, vuelve a tomar su verdadera dimensión cuando autoridades y opinión pública analizan las implicaciones de estudios como el de “Consumo de sustancias psicoactivas en adolescentes en conflicto con la Ley”, revelado ayer por el Ministerio del Interior y Justicia. El objetivo primario de la investigación era estimar las prevalencias de uso de alcohol y drogas en los jóvenes infractores, los niveles de consumo de las mismas y ahondar en variables de orden demográfico, individual, familiar y social, todo ello para tener una idea más clara del escenario circunstancial y los factores de riesgo que llevan a los menores de edad a caer en la drogadicción y la delincuencia. Tener una visión realista de esa situación es clave en momentos en que, por ejemplo, los índices de inseguridad urbana se han disparado por la forma en que las bandas criminales emergentes reclutan ‘combos’ y pandillas de las comunas y extramuros de ciudades como Medellín y Cali para usarlos como ‘carne de cañón’ en la cruenta guerra con facciones rivales.
Tras consultar a casi 1.200 adolescentes infractores, la mayoría entre 16 y 18 años, se encontró que más de la mitad no completaron su educación secundaria, provienen de los estratos 1, 2 y 3 y sus familias se caracterizaban ya sea por la ausencia de la figura paterna o un alto nivel de desempleo de los progenitores, al tiempo que estuvieron rodeados de situaciones de violencia.
Lo más preocupante es la forma en que el fenómeno ilícito los va absorbiendo, llevándolos de delitos menores a mayores. El estudio evidencia que si bien el hurto es la conducta penal en que más incurren, luego viene el homicidio. Otro de los factores más graves es que la edad de inicio en actividades ilegales o de entrada a pandillas y combos delincuenciales es cada día más baja; ya se sitúa en 14 años.
Al indagar sobre la relación directa entre el licor, las drogas y la comisión del delito, la respuesta es más crítica, pues 60% de los consumidores dice haber violado la ley cuando estaba bajo efectos de sustancias psicoactivas. Si esto es grave, más lo es que 66,5% de los adolescentes infractores confiesa que no habría delinquido si no hubiera consumido. Y peor aún, la conclusión que señala que 23% admite que violó la ley para conseguir con qué comprar droga.
Una conclusión que debería llevar a afinar los objetivos prioritarios de la lucha antidrogas así como las políticas para evitar la venta y consumo de alcohol a menores, es aquella según la cual el 41% de los infractores cometió el delito bajo efectos de marihuana y 27% en estado de alicoramiento. Luego se ubican quienes consumieron ‘pepas’, cocaína e inhalables y por último los que actuaron afectados por el basuco, éxtasis y heroína.
Como se ve, así como el narcotráfico es el ‘motor’ que alimenta el accionar de la guerrilla, también cumple similar función en cuanto a la delincuencia juvenil. De allí que hoy más que nunca sigue vigente la premisa de que cualquier solución a la violencia en el país cruza por la necesidad de golpear el tráfico de estupefacientes. Por igual, la gravedad de estas estadísticas debería llevar a que los alcaldes de muchas ciudades capitales y municipios extremen los controles para evitar que a los menores les vendan licor o que, aún consiguiéndolo por parte de adultos irresponsables, puedan consumirlos, ya sea en espacios públicos o privados. En este último aspecto, la responsabilidad recae directamente en la familia o los allegados del menor.
El problema de la juventud infractora de la ley no se acaba reformando, otra vez, el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes que, además de sanciones, contempla la creación de programas de reeducación para los jóvenes delincuentes de entre 14 y 18 años. Es claro que hay vacíos en el modelo progresivo de aplicar amonestaciones, imponer reglas de conducta, obligar a la prestación de servicio a la comunidad, permitir la libertad asistida o determinar la internación del joven infractor en un medio semi-cerrado o la privación de la libertad en centros de atención especializada. Sin embargo, hay que corregir esas falencias y lograr que el sistema resocialice eficazmente al menor. Por igual, debe reglamentarse rápidamente la aplicación de la reforma constitucional que prohibió el porte de la dosis mínima de estupefacientes.
Todo ello es urgente. De lo contrario, correremos el riesgo de empezar a optar por medidas tan extremas como las aprobadas esta semana por el Congreso panameño, que avaló una ley que permitirá juzgar a los niños de 12 años como adultos y encarcelarlos, dependiendo del tipo de delitos que cometan.
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