Eduardo Posada Carbó
El Tiempo, Bogotá
Febrero 5 de 2010
Visité Chile por primera vez en 1993. Mi inmediata impresión fue la de estar en un país que le llevaba muchos años de ventaja a Colombia. Fue también la impresión de mis acompañantes ingleses, sobre todo cuando recorríamos algunas provincias al sur del valle central. Según Rudolf Hommes y Santiago Montenegro, sin embargo, ambos países se encontraban en niveles de desarrollo muy similares a comienzos de la década de 1990. Desde entonces se habría abierto una brecha enorme: Chile a la delantera y Colombia a la zaga.
Quizás mis ligeras impresiones de viajero no correspondían entonces a la realidad. No obstante, creo que el origen de esas distancias es de vieja data. Si el desarrollo ferroviario puede servir de indicativo: aquel llegó a Santiago en 1863, casi medio siglo antes de llegar a Bogotá. Aunque, claro, la historia no se mueve en dirección lineal. Cualesquiera sean sus orígenes y comparaciones pasadas, Hommes y Montenegro tienen razón en observar las grandes diferencias que hoy existen entre ambos países, y en invitarnos a examinar "qué hemos hecho mal para habernos rezagado tanto".
Importa repasar algunas, ilustradas por Hommes y Montenegro con cifras elocuentes. Desde 1990, la economía de Chile creció más del doble que la de Colombia -en términos de la producción interna por habitante-. Esta mayor ventaja proporcional es similar al compararse los índices de mortalidad infantil o gasto social. Es mayor en otras áreas: en la lucha contra la pobreza, y más aún contra la pobreza absoluta. Entre los contrastes más notables, sobresale el de las tasas de homicidio: 1,7 por 100.000 habitantes en Chile, frente a 35 en Colombia. Aquí podría argumentarse que la brecha se disminuyó (como podrían observarse quizá menos distanciamientos relativos entre Santiago y Bogotá desde 1990). Pero sería "consuelo de tontos": la diferencia es abismal. ¿Cómo explicar tan enormes rezagos?
Hommes parece atribuirlo a "los tumbos en política económica en los últimos 16 años". A las variables económicas, Montenegro añade otras como la violencia. Sin embargo, su énfasis señala prestar mayor atención a "la estabilidad y predictibilidad institucional de Chile", mientras invita a los colombianos "de todas las tendencias" a buscar "acuerdos sobre temas fundamentales" que nos permitan algún reencuentro cercano con las conquistas chilenas.
Esta última observación coincide con el comentario de Carlos Caballero Argáez: "una gran diferencia entre Chile y Colombia es que la sociedad chilena llegó a un consenso político sobre lo que quiere a largo plazo". Según Peter Siavelis, profesor de la Universidad de Wake Forest, buena parte de los éxitos recientes de la democracia chilena se debe precisamente a una serie de "instituciones informales", como la llamada "democracia de los acuerdos". Ella se refiere a un "patrón de negociaciones informales" entre los presidentes chilenos, las coaliciones gubernamentales, la oposición y sectores de la sociedad civil para impulsar políticas en las diversas áreas de la vida pública: relaciones exteriores, impuestos, educación o seguridad.
No conozco cifras que permitan ilustrar con precisión estadística el contraste entre la "democracia de los acuerdos" en Chile y la "polarización" entre Gobierno y oposición en Colombia. Si fuese medible, nos permitiría entender mejor la raíz del actual desencuentro. Y, sobre todo, podríamos apreciar con la preocupación debida el rumbo desastroso que lleva nuestro país, al persistir en la obstinada ruta de los rabiosos sectarismos y desacuerdos. Pero esas cifras no son necesarias frente a las evidencias, tan abrumadoras. Las dimensiones de los problemas colombianos son tan descomunales como la irresponsabilidad de unos dirigentes incapaces de sentarse en una misma mesa a dialogar sobre el bien común. Una mirada a Chile, como las propuestas por Hommes, Montenegro y Caballero, tendría que servirles de lección.
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