Paloma Valencia-Laserna
El País, Cali
Febrero 6 de 2010
Muchos consideran que el gobierno de Uribe desdibujó la institucionalidad del país. Disiento de esa observación. La ‘institucionalidad’ tan referida en el debate actual es un concepto difícil que una vez analizado a profundidad se evidencia como engañoso y vacío.
Las repúblicas latinoamericanas se forjaron sobre muy pobres cimientos: colonos españoles que pretendían servir al rey y que al mismo tiempo lo traicionaban, pueblos indígenas sometidos y poblaciones esclavizadas venidas del África. La ‘institucionalidad’ fue ese conjunto de normas y formas de gobierno que se importó para tratar de establecer un orden en ese caos. Ni siquiera los españoles respetaban esa imposición, vale rememorar el pronunciamiento de Gonzalo Jiménez de Quezada ante los edictos del rey: “Se acata, pero no se cumple”. El gran problema desde entonces ha sido la escasa legitimidad del Estado, sus instituciones y sus normas.
Esta falla de legitimidad es tan seria que todos los grandes problemas que perviven en Colombia pueden ser explicados a partir de ella. Eso alegan las guerrillas, en ciertos sentidos los paramilitares, eso explica los corruptos que toman el erario como si fuera dinero de nadie, también sirve de excusa a evasores de impuestos, a infractores de la ley y a todos aquellos que ven al Estado como una realidad ajena y opresora.
Creer que esa construcción institucional es lo más valioso que tiene nuestra democracia es una observación superficial. Su valor depende del grado de legitimidad que ostenta, es decir de la convicción de los nacionales de reconocer, acatar y cumplir con ese orden. Sin ello se trata de un aparato cuyo poder es figurativo y su capacidad de acción limitada.
Legitimar el Estado no es fácil. Mi teoría es que la incorporación de un caudillo dentro de las estructuras del poder formal puede transmitirles a estas la legitimidad que le sobra al caudillo. En las sociedades sin problemas de legitimidad el caudillo es un despropósito, pues la usurpa; pero en sociedades como la nuestra este riesgo no existe. Si el caudillo utiliza y respeta el esqueleto institucional, le da vida.
Uribe es un caudillo en el que las masas han depositado su confianza; tiene liderazgo y legitimidad, por eso cambió la política en Colombia. Acercó el Estado a los ciudadanos, generó una dinámica de gobierno-oposición definida y el Estado ahora parece -por primera vez en muchos años- capaz de contener la avalancha de quienes no se alineen con la hegemonía del poder que debería ser legítimo.
En este contexto la reelección parece deseable para terminar el proceso de legitimación. Además, no afectará tampoco la institucionalidad en el sentido formal. El querer de los pueblos es siempre intempestivo y a veces vehemente; si las constituciones no dieran cabida a los cambios que el pueblo exige, estarían en grave peligro y podrían ser derrocadas. Así que para persistir en el tiempo, nuestra Constitución establece reglas mediante la cuales sus propias reglas pueden ser modificadas. No puede decirse, pues, que usar unas reglas es justo y usar otras es un abuso de poder. Todas las reglas, incluso aquellas que permiten la modificación de las mismas, ostentan un mismo valor. Si Colombia está decidida a concretar el Estado democrático como forma de gobierno, Uribe es una alternativa viable que nos puede ayudar a dejar el caos que provocan los estados débiles e ilegítimos.
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