Por Rafael Nieto Loaiza
El País, Cali
Mayo 17 de 2009
Para ser justos, hay que admitir que esa fue la línea seguida en Colombia durante décadas. Los guerrilleros que negociaban con el Gobierno un proceso de paz tenían la certeza de que sus delitos quedarían impunes. Sus crímenes quedaban bajo la sombrilla de los llamados delitos ‘políticos’ que, por esas cosas de nuestro ordenamiento jurídico tercermundista, tenían un tratamiento penal favorable. De manera que si usted asesinaba, secuestraba o ponía bombas contra los civiles, pero lo hacía como parte de una guerrilla, podía contar con la tranquilidad de que no iría a la cárcel. Pactada su desmovilización, un estado generoso habría de amnistiarlo o indultarlo y sus delitos serían tratados como bagatela. El ‘fin altruista’ del delincuente ‘político’, que tanto le gusta al ex magistrado Carlos Gaviria, aseguraba la impunidad del asesino, del secuestrador, del terrorista.
El incentivo a la violencia era indudable. La ausencia de pena efectiva para el criminal invitaba a la repetición de la conducta criminal. Fue ésta una de las razones que permitieron el crecimiento expansivo de las guerrillas.
Pero el país fue madurando y el orden jurídico internacional fue endureciéndose. La Corte Suprema de Justicia empezó a distinguir entre el delito ‘político’ y los llamados atroces, de manera que los últimos no resultaban objeto de amnistía o indulto. El secuestro y el asesinato de civiles inermes, e incluso el narcotráfico, fueron tratados como delitos no susceptibles de perdón. Al menos en lo formal, los responsables de esos delitos perdieron la oportunidad de acceder a cargos de elección popular, en virtud de la prohibición constitucional de elegir a condenados por delitos dolosos y no ‘políticos’.
En la segunda mitad del Siglo XX, con la aparición del terrorismo de izquierda, las democracias europeas eliminaron el tratamiento preferencial al delito ‘político’ y endurecieron su castigo. El delincuente ‘político’ no sólo dejó de ser favorecido, sino que su motivación pasó a ser un agravante: la política mediante las armas es inaceptable en una democracia y a quienes pretendan ejercerla hay que sancionarlos con severidad. Es decir, los europeos escogieron la vía contraria a la que ha fascinado a nuestros intelectuales de izquierda.
El resto de la tarea la hizo la aprobación de la Corte Penal Internacional, que estableció la necesidad ineludible de sancionar con pena privativa de libertad a los responsables de crímenes de guerra, lesa humanidad y genocidio. Por eso, el proceso de paz con los ‘paras’ contempló prisión, aunque mínima, para los responsables de esos delitos.
Ahora Legro pretende eliminar la restricción constitucional que prohíbe que estos criminales sean elegidos. El salto al pasado es evidente. Si tiene suerte en su iniciativa, que ahora aplauden tanto los ‘paras’ no extraditados como los guerrilleros en el monte, mostrará que seguimos siendo un país de pacotilla.
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