martes, 29 de septiembre de 2009

El desafío de la evaluación escolar

Francisco Cajiao

El Tiempo, Bogotá

Septiembre 29 de 2009

El Ministerio de Educación tomó una decisión trascendental, cuando definió que cada establecimiento educativo elaborará su propio sistema de evaluación.

Cada lugar del país tiene características propias, dependiendo de sus peculiaridades culturales, su geografía, su clima y los recursos físicos y humanos con los que se cuenta. No es igual educar niños en zonas selváticas donde viven una pluralidad de etnias, que en ciudades de enorme densidad poblacional. Tampoco es lo mismo la educación de zonas rurales que han sido asoladas por la violencia, que la de colegios donde acuden niños de muy alto nivel económico. Hay muchas diferencias en los procesos de formación que realizan los colegios técnicos, los colegios internacionales y aquellos que integran niños y niñas con necesidades especiales.

Esta diversidad planteó grandes interrogantes durante la discusión nacional que se llevó a cabo el año pasado. La respuesta del Ministerio fue dar autonomía a los equipos de maestros que trabajan en las instituciones educativas, para que, además de explorar alternativas pedagógicas innovadoras, reordenamiento de los planes de estudio y modelos de evaluación apropiados para sus necesidades, puedan tomar las decisiones que consideren más apropiadas. Con frecuencia se mencionaba en foros y discusiones que no se podía avanzar de manera más audaz en el desarrollo de modelos innovadores porque el Ministerio, a partir de sus múltiples reglamentaciones, no lo permitía.

El tema, sin embargo, no es simple. En el mundo existen básicamente dos tendencias. Muchos países consideran que los gobiernos deben reglamentar de manera detallada los currículos escolares, los procedimientos de promoción y los sistemas de evaluación del aprendizaje con el fin de establecer un sistema equitativo para toda la población, con independencia de la calidad de los maestros. Se argumenta, en estos casos, que las poblaciones más pobres tienen peores educadores y que, por tanto, la autonomía puede derivar en una educación peor para esos grupos sociales. Se llega, incluso, al establecimiento de textos únicos y estandarizados para todos los estudiantes de un país.

Al otro lado están los países que consideran que los maestros, como profesionales calificados, son los únicos que están en capacidad de tomar las decisiones apropiadas para el progreso de los estudiantes, atendiendo a las situaciones concretas en las cuales se desarrolla su proceso educativo. En estos casos se tiende a fortalecer la participación de la comunidad educativa y la autonomía institucional en materia de plan de estudios, modelos pedagógicos y sistemas de evaluación y promoción, a partir de orientaciones generales que garanticen la posibilidad de transferencia entre instituciones. Con la expedición del decreto 1290, Colombia ha tomado esta segunda opción.

Pero este camino no será sencillo ni tendrá efectos óptimos en el plazo inmediato. Ya se viene trabajando en todo el país para adecuarse a esta situación y, en general, se aprecia un gran interés de los maestros y de los colegios por avanzar en esta dirección. El proceso ha dado oportunidad de discutir y revisar lo que hay, tratando de explorar nuevas posibilidades. Pero también se aprecian tendencias que pretenden limitar el ejercicio para definir cuántos estudiantes perderán año, sin profundizar en los proyectos institucionales, ni convocar una participación activa de las comunidades. Padres de familia y estudiantes deben exigir espacios para hacer sus aportes y expresar sus preocupaciones.

El jueves y viernes de esta semana, la Academia Colombiana de Pedagogía y la Universidad Nacional desarrollarán un congreso para discutir estos temas que, sin duda alguna, estarán en el centro de la reflexión educativa de los próximos años. Lo que se está poniendo en juego es el desarrollo humano del país, que en alto grado depende de la educación que ofrezcamos a las nuevas generaciones.

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